Antaño frecuentaba un bar donde acontecían hechos insólitos y extraños. Este fue uno de ellos. Seré breve y omitiré por decoro los detalles más escabrosos.
Una escisión de proporciones gigantescas se abre en tu universo interior y socava tu alma, cuando un ciudadano de la medianía se ofrece altruistamente a depilarte los pelos del culo. Ocurrió en un bar del cual a partir de la medianoche era mejor no personarse. Allí se congregaba chusma de baja estofa y practicante de las más viles bajezas. Total, que en aquel tugurio de almas a la deriva, infestado de borrachos, camellos, puteros, drogadictos, descerebrados con paga y en definitiva, cerebros a medio cocer como el mío —o pasados de cocción, que también—, no sabía qué coño hacer ante semejante ofrecimiento.
Cuando me recobré de la impresión, miré la estampa del depilador anal de arriba abajo. Y luego de abajo arriba hasta detenerme en el careto. Su semblante no era amenazador pero sí bufonesco, aparte de que sus ojos brillaban con demencia soterrada y sonreía como el gato Cheshire. Pero lo que sí tenía claro —por mucho que el tipejo encajara en aquel lugar— es que no era un habitual de la fauna burlesca que allí se congregaba. Por lo que sin más dilación, lo cogí del pescuezo, le basculé la bisagra al tiempo que le hacía girar sobre sí mismo, lo despeloté de cintura para abajo y, mientras alguien canturreaba con voz ebria y aflamencada: «¡Me tocó, me tocó perder...!», le introduje mi cerveza por donde amargan los pepinos.
Lamento que por aquellas fechas no hubiera móviles para registrar lo narrado. Y dudo que quede alguien vivo o cuerdo que pueda corroborar los hechos. Más que nada porque en aquel antro donde siempre ocurrían astracanadas del copón, el que no bebía más alcohol que agua derramada en el diluvio bíblico, iba tan empachado de nieve que para quedarse limpio tendría que estar cagándola durante todo un año. La más de las veces las dos cosas, y el deterioro mental era cuanto menos, de órdago.