Revista Opinión
Si veinte personas o titulares de patrimonio poseen una fortuna equivalente a la que pueden reunir 14 millones de personas en su conjunto, es que el sistema es veinte veces inmoral y catorce millones de veces injusto. No puede funcionar con normalidad un sistema que permite que unos pocos acaparen tanta riqueza y que muchos no tengan siquiera para satisfacer sus necesidades básicas. Algo falla y falla estrepitosamente.
Falla el sistema y fallan estrepitosamente los mecanismos legales, políticos y morales que lo permiten, consienten, mantienen y posibilitan. No se está construyendo con ese sistema una sociedad cimentada en la justicia, la equidad y la igualdad necesarios para ofrecer a sus miembros condiciones dignas de desarrollo, progreso y bienestar. Antes al contrario, lo que se erige sobre esa base es una sociedad basada en desigualdades, injusticias sociales y en la rapiña de los poderosos, todo ello a costa de explotar a los más débiles, someter a los desfavorecidos y empobrecer permanentemente a los que poco o nada tienen. Tal situación es la que reflejan los datos facilitados en su último informe por la ONG Oxfam Intermón sobre la brecha entre ricos y pobres en España.
No se puede aceptar una sociedad así de inmoral e injusta como si fuese una catástrofe natural e inevitable. No es el azar lo que la produce, sino las intenciones e intereses de su clase dirigente o dominante. Y no tiene justificación. Únicamente la justifican y preservan los depredadores sociales que la explotan y se lucran con las injusticias: ese 1 % de ricos que posee tanto o más que el 70 % del resto de los españoles, o esas 3 personas que atesoran una riqueza que duplica a la del 20 % más pobre de la población. Desde cualquier punto de vista, se trata de una situación humillantemente lacerante máxime si, para colmo, las desigualdades y las injusticias se producen en un país que tiene a más de 5 millones de sus ciudadanos sin trabajo, con pocas o ninguna posibilidad de encontrar empleo como no sea precario y mal pagado, y con un Gobierno que reduce las prestaciones por desempleo y acorta su duración con tal de beneficiar al sistema, a los empresarios y a los pudientes bajo la excusa de una crisis económica provocada, precisamente, por la avaricia de esos mismos sectores y clases dominantes.
Este sistema social y económico que, cuando más lo necesitan abandona a su suerte a los que peor lo pasan, es un sistema caduco y, por ende, rechazable. Cuando las soluciones que ofrece se limitan a reducir o eliminar ayudas y servicios públicos, cuando empuja al desamparo a millones de personas a causa de los recortes aplicados en sanidad y educación, precisamente las dos palancas que contrarrestan el peso de las injusticias y las desigualdades, es que es un sistema más injusto y más inmoral de lo que las cifras dan a conocer. Es un sistema podrido.
Pero en vez de combatirlo, lo apalancamos y lo consolidamos como si fuera insustituible. En vez de luchar contra las desigualdades que provoca, las fomentamos y las agrandamos. En vez de exigir a los que más tienen, empobrecemos a los que ya son pobres o apenas tienen. En vez de invertir para corregir los desequilibrios que refleja la brecha entre ricos y pobres, se fomenta gracias al socorro a los bancos, las autopistas, las compañías eléctricas y las finanzas. Se ayuda a la minoría acaudalada eliminando socorros públicos con la reducción del gasto en sanidad, educación, dependencia y pensiones, en perjuicio de una mayoría que no puede costeárselos. En vez de fomentar el trabajo, se permite a las empresas despedir sin justificación y sin apenas costo, abaratar la mano de obra y reducir salarios, precarizar el poco trabajo y empeorar las condiciones laborales, perjudicar en cualquier caso al trabajador para conseguir que aumente la cuenta de resultados y alimentar el insaciable lucro del capital, aunque la caída del consumo que se deriva del empobrecimiento de los asalariados sea, a la postre, perjudicial para la actividad productiva y económica.
Cuando el sistema sólo sirve a los pudientes y poderosos, no es de extrañar que los ricos sean cada vez más ricos y los pobres sean cada vez más numerosos y más pobres, pudriendo una sociedad que se transforma en injusta, crea desigualdades y sus miembros sucumben a la desconfianza en las instituciones y en los medios que contribuirían vencer sus lacras. Justo eso es lo que reflejan estas cifras de Oxfam Intermón de la situación en España. Reflejan el descontento de la población con un sistema que no ha sabido dar respuesta a sus demandas ni ha podido satisfacer sus ansias de progreso y bienestar con equidad y justicia. Reflejan un sistema fallido que posibilita el surgimiento de los populismos y los pescadores de ríos revueltos.
Gracias a seis años de crisis provocada por los especuladores financieros y afrontada exclusivamente con la austeridad en el gasto público y el desmantelamiento del Estado de Bienestar, España ha conseguido convertirse en el segundo país más desigual de la Unión Europea. Esas medidas restrictivas en el gasto, lejos de solucionar el problema, han traído consigo el incremento del número de desempleados hasta cotas inasumibles, han deteriorado las condiciones laborales hasta cotas vergonzosas, han recortado salarios y derechos de los trabajadores hasta niveles tercermundistas y han, en su conjunto, empobrecido a la población como nunca antes en la historia moderna de España, salvo el período inmediatamente posterior a la Guerra Civil.
Y ello no ha sido involuntario ni indeseado, sino todo lo contrario. Todas las políticas implementadas para afrontar la crisis se han decidido con la intención de favorecer a la élite del capital en detrimento de las masas proletarias. Son fruto de un modelo de sociedad que descansa en las injusticias y las desigualdades, es decir, en la iniciativa privada y el mercado como motores de la actividad económica. Si de ello se deriva la ampliación de la brecha que separa ricos de pobres, no debería sorprendernos. Se trata de una lógica y esperada consecuencia. Lo tenemos tan asumido que cuando un representante de esa élite privilegiada fallece en sus mansiones, el pueblo se presta a mostrar entristecido su lealtad a un miembro del sistema que se sustenta en la explotación de unas clases por otra. Pero no suelta ni una lágrima por su propia condición de pueblo sometido y esquilmado. Así nos va. Desgraciadamente, Oxfam podrá seguir detectando nuestro empobrecimiento durante muchos años.