Revista Opinión
Además de ser un año perdido en España, 2019 ha sido también, aparte de los conflictos y las desgracias, el año de las protestas en el mundo. Las movilizaciones ciudadanas en demanda de derechos, libertad y democracia se han extendido a lo largo y ancho del globo, evidenciando un descontento social en regímenes de todo tipo y en prácticamente todos los continentes. Como si ya no se tolerasen los autoritarismos y las democracias sufrieran tal deterioro, la gente, por una u otra razón, se ha echado a las calles para expresar su hartura e indignación. Ha sido, por tanto, el año de las protestas en Hong Kong (China), Francia, Inglaterra, Italia, Chile, Bolivia, Ecuador, Líbano, Irak, Irán, Argelia, Venezuela, España, Argentina y muchos otros lugares. Y es que los problemas no sólo no se han atendido, sino que han crecido y empeorado, haciendo que las protestas recorrieran el planeta.
La falta de democracia plena y el ejercicio sin trabas de las libertades han empujado a los habitantes de Hong Kong a protestar por los intentos del gobierno autónomo hongkonés, afín al de Pekín, de “diluir” su autonomía y completar su “homologación” con respecto del régimen chino. Acostumbrados en la vieja colonia a disfrutar de las ventajas de una metrópolis abierta, plural y libre, como su mercado financiero, que cuenta con su propia moneda y unas libertades que no son reconocidas en el resto del continente, un proyecto de ley que ampliaba la jurisdicción china sobre Hong Kong, enclave de 7,4 millones de habitantes que pertenece a China tras haber sido colonia británica durante 150 años, desató la ira popular y las revueltas, que todavía continúan. Exigen plena soberanía y democracia.
Un enfado tan intenso y violento como el de los “chalecos amarillos” de Francia, un movimiento espontáneo, sin líder ni ideología, que surgió por el precio de la gasolina y la pérdida del poder adquisitivo, y que se extendió por todo el país. La subida de impuestos y la pérdida de empleos que conlleva la globalización provocan el malestar de los ciudadanos y el auge de los populismos. Si, además, las propuestas presupuestarias beneficiaban, según el Instituto de Políticas Públicas galo, al uno por ciento de la población, el más rico, por la bajada de impuestos sobre el patrimonio, y perjudicaban al 20 por ciento de las familias más pobres por el encarecimiento de los servicios, como la energía, los motivos para echarse a la calle no faltaron. La pérdida de poder adquisitivo y el empobrecimiento los empujaban a ello.
Por causas similares, Sudamérica se veía también sacudida por manifestaciones y agitaciones callejeras. El estallido social prendía en Chile con la chispa de una subida de precio en el transporte público. Y por la reacción brutalmente represiva del gobierno, que ocasionó muertos y heridos. Ya ni los cambios en la Constitución satisfacen a los manifestantes, hartos de tanta opresión. También en Ecuador el encarecimiento del combustible, al quitarle la subvención, soliviantó a los afectados, más de 300.000 personas condenabas a la pobreza. En Argentina, gobiernos liberales y peronistas, daba igual, se han alternado en el poder tras comicios poco transparentes sin lograr atajar el continuo deterioro de una economía, prácticamente en bancarrota, que sigue empobreciendo al país. Otro tanto sucede en Venezuela, donde un presidente autoritario sigue aferrado a la poltrona mientras un monigote de la derecha, autoproclamado presidente encargado, no consigue echarlo ni con ayuda del todopoderoso vecino del Norte. Y, en medio, el pueblo pasa calamidades y sucumbe a la miseria. Como en la crisis política de Bolivia, país en el que las trampas por perpetuarse en el sillón presidencial obligaron la huida de su ocupante cuando la gente comenzó a protestar y exigir nuevas elecciones: querían una democracia de más calidad y menos caudillismo. Y la falta de una y el exceso de lo otro acabó exasperando a los bolivianos.
Por su parte, el año en Reino Unido ha estado marcado por las movilizaciones a favor y en contra del Brexit, hasta que unas elecciones generales, que dieron un rotundo éxito al partido del euroescéptico Boris Johnson, pusieron fecha definitiva a la salida. El próximo 31 de enero, el país abandonará la Unión Europea después de 46 años de permanencia. Pero el escenario que deberá surgir tras la ruptura es una incógnita que ni los británicos ni los europeos son capaces de clarificar. Son tantas las interrelaciones y dependencias existentes que volver a redefinirlas se antoja una tarea compleja, que necesitará de tiempo, confianza y diplomacia. Hasta en Gibraltar se preguntan cómo afectará a la colonia la nueva situación. Porque nada será igual para unos y otros, ni se parecerá, ni de lejos, a lo prometido por los impulsores del “divorcio” británico con la UE.
Italia, por su parte, también expresó durante 2019 en concentraciones masivas su rechazo a las políticas contra la inmigración promovidas por Salvini antes de salir del gobierno. Las denominaron “las sardinas” por la capacidad de la multitud de apretujarse. Convocadas a través de las redes sociales, sus organizadores no buscaban mostrar únicamente su rechazo a Salvini, sino demostrar que estaban a favor de la igualdad, la democracia, la hermandad y el comunitarismo. Es decir, recuperar los valores constitucionales.
En otro continente, muchos países árabes, incluso en los que imperan regímenes autocráticos, sus habitantes no han dudado en celebrar, durante todo el año 2019, manifestaciones y concentraciones en demanda de libertades (igualdad de la mujer, libre expresión, etc.), apertura política (elecciones y gobiernos democráticos) o atenciones ante las necesidades sociales (trabajo, seguridad, bienestar, etc.). En Sudán y Argelia, las revueltas consiguieron obligar a regímenes autoritarios, en manos de militares, iniciar una transición que confluya en una convocatoria electoral que instaure gobiernos democráticos. Salvo en Túnez, donde la “primavera árabe” de 2011 mantiene el rumbo democrático, los demás países avanzan muy lentamente en su evolución hacia la democracia, lo que impaciencia a la ciudadanía y provoca manifestaciones de protestas, cada vez más difíciles de reprimir o silenciar. Hasta en Irán y Arabia Saudí se produjeron tímidas revueltas por el encarecimiento del nivel de vida y la falta de libertades, que los manifestantes achacan a la mala gestión de sus gobernantes y a la intransigencia de unas dictaduras teocráticas que llevan décadas soportando.
Estos ejemplos evidencian que medio mundo protesta y otro medio padece desgracias y calamidades. El conflicto palestino-israelí continúa con su reguero de asesinatos y destrucción tras los muros de Gaza y Cisjordania, donde la población civil e inocente cae abatida por los francotiradores o las bombas del Ejército hebreo. Tal es la masacre que la fiscal de la Corte Penal Internacional ha solicitado la apertura de una investigación por los crímenes de guerra cometidos por Israel en territorio palestino. Mientras presta oídos sordos y descalifica al Tribunal Penal, el primer ministro israelí hace lo imposible por no perder el poder y mantener la protección jurídica, como aforado, que le ampara de no ser enjuiciado en las causas en las que se le investiga por corrupción. A punto está de provocar unas terceras elecciones generales en sólo un año en su país al no facilitar ningún acuerdo que le aparte del Gobierno.
Y Trump, engendrador de protestas y desgracias, y no sólo por su repudio del migrante, sus muros, su negacionismo climático y ecológico o sus bravuconadas y mendacidades. Sino también porque el presidente norteamericano sigue en su lucha contra los “molinos” de un mundo al que América ha dejado de impresionar y atemorizar. La guerra comercial emprendida contra China va camino de quedar en tablas con un acuerdo con el que ambos contendientes salen ganando, a pesar de las amenazas de aranceles por cada lado. Las pretendidas negociaciones promovidas para acabar aquellos conflictos que sus predecesores no supieron resolver, tampoco han servido para nada, ni con Corea del Norte ni con los talibanes de Afganistán. Ni siquiera ha podido amedrentar a Venezuela para que Maduro suelte el poder. Sus exigencias y excentricidades constituyen el hazmerreir de sus colegas en las cumbres a las que asiste. Incluso, en su propio país, es cuestionado por la mitad de la población y objeto de investigación por parte de la Cámara de Representantes para someterlo a un proceso de “impeachment” (destitución) por abuso de poder (en el caso Ucrania) y obstrucción al Congreso (torpedear la investigación), Aunque es improbable que el Senado, donde el Partido Republicano goza de mayoría, vote su destitución, el juicio político contra un mandatario mentiroso, desconcertante y peligroso puede lograr que la opinión pública reconsidere su confianza.
Sobran los motivos, en un mundo así, para protestar, como se ha hecho a lo largo de 2019, aunque no sirva para nada. Queda el consuelo de que, al menos, los todopoderosos no engañan sus falsas promesas, manipulación y mentiras. Que la gente distingue a los que oprimen.