Richard Starkey es el tipo detrás de la batería Ludwig que sale en todas las canciones de los Beatles. Era el zurdo que aprendió a manejar la diestra y echó a Pete Best de la banda. Parecía estar siempre de paso. No se podía hacer nada sin él, pero no tenía ni voz ni voto. Su labor era asentir y hacer su trabajo. Pura disciplina inglesa. También no desentonar con Paul y John, que eran los dicharacheros, los verdaderos capos, los que hacían que la máquina no parase. George era el etéreo, el silencioso, el manso, un espíritu puro, un ser de las profundidades del cosmos, un poeta en una ferretería. En cierto modo el beatle Ringo Starr era el beatle más listo. No ganaba en talento a ningún otro e incluso tampoco gana en talento a muchos otros baterías de muchos otros grupos de inspiración infinitamente menor a la de los fabulosos Beatles, pero Ringo Starr, ahora que han pasado tantos años, sigue indemne, refugiado en su carisma sin carisma, completamente a salvo del cáncer de la fama, pero ufano de su sublime mediocridad y exento del patetismo inevitable al que abocaron sus vidas los otros tres genios, pero estoy dispuesto a comerme todas mis palabras y rebuscar entre los discos hasta dar con A day in the life, una de mis canciones favoritas de la banda, y disfrutar con la forma de golpear la batería (aquí casi a trompicones, casi sin tocarla) de este orfebre del ritmo, feliz en esa cara de bufón de pub a las dos de la mañana. Hace poco cumplió ochenta y dos años. Todavía hay algunos exégetas de la obra más grande del rock del siglo XX (llévenme la contraria) que se preguntan cómo ingresó en ese club tan exclusivo, qué ocurrencias tenía, cómo sostenía el inevitable juego de las comparaciones. Y además tenemos a Hitchcock dándole uno de los más divertido de los homenajes que yo haya visto. Dos iconos del siglo XX en una sola fotografía.