Con algunos muertos uno no puede rebajarse a la apatía. Se les profesa una gratitud cercana al afecto, aunque nunca se paseara con ellos las avenidas y los parques y en ninguna feliz ocasión se les invitara a café en una barra de bar. Son propiedad de nuestra memoria sentimental, son de una intimidad a los que no afecta la rutina de las horas ni se dejan contaminar por el gris de los días. Viven en un limbo perfecto. En vida y también en la muerte. Habitan el corazón, que entiende en ocasiones más de cosas etéreas y de belleza que de cosas tangibles con las que edificamos la parte menos hermosa de la vida. Siempre pensé que la vida está en lo que no se ve, en lo que no se cuenta, en todo aquello que nos ocupa enteramente pero que no es apreciable desde fuera a simple vista, sin el concurso extremo de la sensibilidad. Y José Luís López Vázquez nos enseñó a ser sensibles, a vivir más deleitosamente esa vida de mentira que existe en el corazón y que no se deja contaminar por la rutina de las horas. Se fue como tantos y se quedará igual que ellos. Lúcidamente conservado en los recuerdos de tantas películas en las que fue uno más de la calle, alguien con el don imbatible de ser cualquiera y de representarnos en la vida. Hizo por nosotros lo que tal vez ni pensaron los cercanos: dar un sentido prosaico a las cosas, rebajar el estrago del trajín diario, convocar la ilusión de que la risa (este hombre tenía el talento de hacer que sonriéramos y riéramos sin tener que contar una gracia) podía salvarnos. Si la vida no es comedia y se maneja con los rudimentos de la comedia será insoportablemente tragedia y manejará los de la tragedia. José Luis López Vázquez fue un tragicómica inconmensurable. Su registro para todas las facetas de la actuación podía caer en cierta sobreactuación, un modo de hacer las cosas como sacado de un escenario de teatro en una tórrida plaza de pueblo, pero se le consentía todo. Su voz (histriónica o templada o grave a requerimiento del papel) es la nuestra. Se le escucha a poco que uno ahonda en su memoria y da con cualquiera de sus frases y la repite con agradecido humor. Junto a él, en aquel plantel maravilloso de actores que ocuparon las pantalla a partir de los sesenta, están Alfredo Landa o José Isbert o María Luisa Ponte o Rafaela Aparicio o Gracita Morales (un admirador, un esclavo, un amigo, un siervo) o Fernando Fernán-Gómez. Capaz de hacer lo que se le pidiera, pequeño en aspiraciones, un poco patrimonio del cine provinciano de esa época, se hizo grande cuando Carlos Saura le requirió en Perppermint Frappé o en Mi prima Angélica o Jaime de Armiñán en Mi querida señorita. Chaplin dijo de él que era uno de los mejores actores que había visto y George Cukor, tras contar con él en Viajes con mi tía, se lo quiso llevar a Hollywood, pero José Luis rehusó. Me lo imagino como si actuara. No, perdone, señor Cukor, yo es que soy de Madrid, que es una ciudad que se está construyendo todavía, y no me veo yo en las A-mé-ri-cas. Abriría mucho la boca, vocalizaría con la teatralidad requerida y ahí se puede usted ir a California, señor Cukor, que muchas gracias. Cuentan que habló maravillas de él a Frank Capra y a Billy Wilder. No se me ocurre pensar en alguien más parecido a Jack Lemmon o al propio James Stewart, más forzadamente. No hay actor español que no suscite un más unánime aplauso que él. Se dedicó a actuar y en las más de trescientas películas en las que participó bordó lo que se le encomendase. Fernando Galindo (Atraco a las 3, José María Forqué, 1962) es la quintaesencia de ese don absoluto para ser otro que le ocupó toda su vida. También la nuestra. A mi padre le gustaba imitar su voz, lo cual era una proeza por no estar dotado el pobre en dramaturgias. Cuando murió en el 2009 me lo contó como el que emite una desgracia familiar.