Yo no querría ser Don Draper. Tampoco podría. No doy la talla en la apostura, en esa cualidad suya de sobrevivir a pesar de todos los escollos. Incluso son eso, los escollos, las adversidades, las que lo curten, a quién no. Cuantas más suceden, mayor es la ganancia, más épìca la travesía hacia ella. Habrá gente como Don Draper por ahí. Te cruzarás con ellos y no tendrás ni idea de que has estado muy cerca de alguien al borde del precipicio. En Mad men, la maravillosa serie de AMC, circula junto a él durante siete temporadas. Tendrá a todos los demonios en su cabeza, pero libra con ellos una batalla diaria y sabe cómo mantenerlos a raya, de qué ladina manera contenerlos. Nadie que se haya descarriado tanto puede sacar cabeza y mantener se a flote, pero Draper es un héroe griego, una divinidad conferida con los recursos de todos los demás colegas del Olimpo. Nadie fracasa con ese esplendor de emperador del trago corto, nadie lleva dos vidas sin que una se preocupe por la rutina de la otra, nadie es infiel con más glamour. Si se envalentona el ánimo y se busca una redención que ofrecerle, topamos el duro. Hay un hombre enormemente frágil en Don Draper. Todo lo que hace que ocurra a su alrededor es una distracción enorme para no tener que apencar con esa flaqueza. Su talento para hacer feliz la vida de los demás (salvo la de su mujer y la de sus hijos) es una herramienta inútil para la suya. No hay debajo del traje impecable y el afeitado perfecto nadie con quien contar. La felicidad la inventó él en un anuncio y luego hizo mil más para vender amor. Se le ve entero cuando hace su trabajo. Es el mejor. Se le ve a trozos o no le vemos siquiera cuando llega a casa, se quita la chaqueta, se sirve otro whisky y pierde la mirada en su mujer, que le cuenta, sin que él escuche, lo mal que lo está pasando la vecina porque su marido se acuesta con otra. Están todos vacíos. La mujer. Los vecinos. Draper. Lo que cuenta Mad men es la manera en que cada uno va aliviando los huecos con lo que quiera que se les ocurra y sirva. Don es el masculino arquetípico, el empotrador profesional, el bebedor sin consuelo, el fumador mecánico, el seductor agotado de éxito. Al final, el héroe griego se presenta herido. No hay confianza. Le duele el alma ahora que ha permitido que todo el mundo la observe. La imagen icónica de la serie, la del hombre enchaquetado que cae inacabablemente, es una metáfora perfecta. Draper ha estado cayéndose. Lo ha hecho todo el rato, pero hasta para caer hace falta tener cierto decoro, una compostura. Durante 92 episodios se nos hace ver que estamos en el lado correcto de la vida: podemos encapricharnos de algo y adquirirlo. Se nos dice una y otra vez que somos nosotros los elegidos. Gente como Don Draper garantiza que nuestros sueños se cumplan. Da igual si al contado o a plazos, pero nadie cuida los sueños de Draper: está solo, está triste, lleva la bragueta siempre abierta y un montón de pasta en la cartera. Permitiría hasta que se le mintiera. Lo notaría al instante, pero agradecería el gesto. Ya que no hay disenso en aceptar que una vez se ha llegado arriba (todo lo arriba que cada uno pueda) hay que pensar en ir bajando, admitimos también que Don Draper es el modelo idóneo para ilustrar el descenso. En el camino, vende a su madre, vende un país entero, vende su alma. Cualquier cosa es una mercancía y él es el encargado de metértela por los ojos. A partir de ahí, estás solo con tu deseo. Los dos componiendo una escena satisfactoria. Nadie quiere ser Don Draper, pero todos llevamos uno dentro. También él contaba con eso. Con conocer el alma humana como Dios conoce sus nubes o como un borracho sus bares.