Este es el día 21 de 365 días de escritura.
Un mapa de Colombia en la mesa: la mitad izquierda está dibujada de carreteras, ciudades, costas con nombres, picos, sierras, llanos. La otra mitad, desde el centro hasta Venezuela, es un agujero de selva verde. Ni una luz. Ni un puntito en el mapa que diga “aquí habitan los señores Iriarte”. Ni un camino que haya sido cartografiado.
Cómo los mapas nos engañan es una delicia. Sobre el papel, los kilómetros adquieren una escala milimétrica. Las ciudades son puntas de alfiler, remarcadas en negrita o en cursiva, según su importancia. Pero eso no es lo que uno se encuentra cuando llega allí: las distancias se hacen por fin reales y uno se empequeñece hasta casi desaparecer. Literalmente, el mapa se lo ha comido a uno. Yo creía que Sudamérica era, comparativamente, una Europa en vertical, recorrible y viática. No había llegado a pensar aún que es un continente que recorre sigilosamente la mitad de los paralelos de la Tierra. Ahora asumo lo inabarcable: solamente Colombia me parece tan extenso, tan grave, que me abruma la sensación de estar eligiendo. Quiero ir al Festival de Poesía de Medellín. Quiero llegar hasta Punta Gallinas y saberme en el lugar más al norte de todo un continente. Quiero notar los cambios de acento entre paisas, bogotanos, putumayenses y guajiros. Hablar en pretérito perfecto simple. Decir apenas. Decir recién. Ah.
Desde aquí, lo que significa Colombia se relativiza. Solo hay tres grupos: lo que sabemos los de fuera (que hable Google: FARC, mundial, Shakira, salsa en Cali, las elecciones, la granada que explotó en Medellín hace unos días, ahí se queda), lo que solo saben los que han vivido Colombia dejándose atravesar por ella (porque Colombia, como Barcelona, solo puede ser mujer): el olor del aire en los suburbios de Cartagena, la temperatura de la piel con dos tragos de aguardiente, quizá los colores verdes propios (nunca son iguales en todas partes), el acento de los funcionarios al teléfono; por último, las cosas de Colombia que solo están adentro mío: que el nombre Montaña solo se pueda escribir con mayúscula, no sé bien por qué todavía, o la antología de poesía nadaísta que ya sé que voy a encontrar en la librería Merlín de Bogotá, y que seguramente recogerá los versos de Gonzalo Arango:
“Eramos dioses y nos volvieron esclavos.
Eramos hijos del Sol y nos consolaron con medallas de lata.
Eramos poetas y nos pusieron a recitar oraciones pordioseras.
Eramos felices y nos civilizaron.
Quién refrescará la memoria de la tribu.
Quién revivirá nuestros dioses.
Que la salvaje esperanza sea siempre tuya,
querida alma inamansable.”
“No se trataba de fundar una ciudad / Necesitaban habitar el futuro” comienza un poema precioso de Félix Turbay Turbay.
Un poquito así me siento.