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215. Días extraños en Rumanía 5. Epílogo

Publicado el 20 febrero 2023 por Cabronidas @CabronidasXXI

    No son pocas las veces que he estado a punto de castrar a ese condenado muchacho. En esos momentos rememoro el día en que me salvó de la disciplina esclavista de tío Vasile y hermanas, poniendo en peligro sus propios intereses de fuga. Ahora es un miembro más de la familia, que siempre es lo primero. Y yo, sin ser jardinero, siempre cuido de mi propio jardín. Ustedes ya me entienden. 

    Después de aquello, mi negocio empezó a crecer y le ofrecí la posibilidad de formar parte. A cambio de comida y alojamiento, él solo tenía que transportar hasta mis aposentos el dinero sustraído. Pero durante el periodo de prueba no me trajo más que disgustos. A veces bebía de más, y ante la concurrencia que fuera, presumía con alarmante indiscreción de que su trabajo era especial. Incluso una noche atropelló a uno de mis empleados en plena faena, causándome pérdidas enormes, incluidas el coche. 

    Mis informadores no paraban de decírmelo: «Gran Jefe, ese chico no sabe mantener la boca cerrada ni está preparado para una vida tan intensa. Tenga su cinta de cuero. O mejor: deshágase de él». Tuve deseos de hacerlo, no crean, pero le debía una oportunidad. Una de la que escapó airoso por los pelos. Aún hoy me despierto sudoroso, agarrado a mi cinta de cuero y gritando su nombre, maldito sea.

    Desde aquel día supe que lo mejor era tenerlo tan cerca de mí como fuera posible, así que lo invité a que se mudara a la mansión. Él aceptó y en señal de agradecimiento me regaló un jamón de pata negra. No esa basura plastificada que venden en los grandes almacenes, no. Sino esa clase de jamón que al catarlo te eleva del suelo, te hace cerrar los ojos y brotar las lágrimas. 

    El caso es que con el jamón también me traje los problemas a casa.

    Esa misma semana montamos en la mansión una fiesta por todo lo alto. Bebimos mares de Tuica, cantamos canciones rumanas populares hasta la afonía y disparamos toneladas de munición ofrendada al cielo. Noche de felicidad y futuro incierto. Aquel descerebrado bebió tanto licor como agua derramada en el diluvio bíblico y cuando se acabó la Tuica, quería invitarnos a cerveza robada, que según él sabe mejor.

    Me informaron de que ya lo había hecho otras veces en fiestas posteriores. El muy granuja saboteaba el reproductor de música y mientras el barman volcaba su atención en el cableado del aparato, irrumpían en el almacén cuatro muertos de hambre contratados por él, y a los pocos minutos salían con las cajas de cerveza cargadas sobre el hombro. Condenado muchacho, durante un tiempo creí que aquellos cascos de cerveza vacíos eran de mi propiedad, y no de los clubs de las bandas organizadas con las que tengo serios acuerdos. Tuve que mediar en persona para que la ciudad no se tiñera de sangre. 

    Ahí no acabó todo.

    Una noche lo vi llegar desde uno de los ventanales superiores de la mansión. Iba montado en una bicicleta que conducía como un pollo sin cabeza, con una chica entre sus brazos y el manillar, que se cubría los ojos y no paraba de reír. Cuando cayeron al suelo, la chica siguió riéndose con el pecho fuera sin poder levantarse. El muy bastardo sí lo consiguió, y se meó en los setos que adornan la entrada de la mansión y vomitó en las escaleras, mientras la chica lo señalaba desde el suelo sin parar de carcajear.

    Aquella misma noche tuve que hacer varias llamadas comprometidas y preparar un par de maletines con destino al Palacio de Cotroceni, cuando supimos que aquella pobre muchacha era la hija del presidente. No podía creerlo: ese condenado estúpido había vuelto a poner en entredicho mi reputación.

    ¿Saben qué es lo peor? Que desde ayer mi pequeña ha empezado a salir con él. Y no puedo soportarlo, por mucho que tampoco puedo negar lo que presencié aquella madrugada en la que las pelotas del muchacho estuvieron a punto de ser historia. Ahora me doy cuenta de que fue un error; quién iba a pensar... Si mi mujer estuviera viva... Ella siempre sabía lo que hacer; tenía todas las repuestas. Y ahora mi pequeña está con ese idiota en algún lugar de la ciudad. No negaré que siento cierto afecto por el chico: la fuga, aquel jamón... Pero ya no me queda más capacidad de perdón, por lo que aquí estoy, con mi cinta de cuero entre las manos, a la espera de su regreso con sabe dios qué problemas.

    En fin... Creen que exagero, ¿verdad? 

    Jajaja, ustedes no conocen a Cabrónidas como yo. 


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