Leer a Modiano es lo más parecido a creer en la literatura. La representa de una manera no excesivamente vistosa, de las que ocupan las grandes reseñas de los grandes medios cuando deciden jugar sobre seguro y rendir un reportaje o un artículo sobre alguien de renombre. Modiano preferiría un lugar más en la sombra. A pesar del Nobel que se le concedió en 2014 es un escritor un poco anónimo, de los que sacan su novela cada poco tiempo y contenta a sus feligreses, que somos muchos. Sintió aprensión cuando tomó la palabra en el discurso de la concesión de ese Nobel. Citó en su alocución lo tentado que estaba de salir huyendo, de no verse obligado a hablar, cuando lo que se había prestigiado y la razón de su asistencia era otro arte, el de escribir. Hay en Modiano una terca facilidad para escabullirse, la de no rendir cuentas, una vez que ha creado unas expectativas y el mercado literario hace que cuenten sus peajes, las intervenciones para que la maquinaria no se detenga o para que el público (el que no lo lee también) sepa y pueda envalentonarse a meterse en sus historias, que son similares, consta eso, pero arrebatadoramente comprometidas. Modiano es el que elige con esmero los títulos de sus novelas: Libro de familia, Para que no te pierdas en el barrio, Villa Triste (la primera que leí, regalo de un buen amigo), La ronda nocturna o En el café de la juventud perdida, que es la que más me gusta. Uno querría poder contar una historia con cuatro voces, como la de Louki, su inolvidable protagonista. Da igual que cada uno de esos narradores dé un arrimo de verdad o incluso que sospechemos que está enturbiándola, movido por algún interés en la propiedad de su contenido. La mayoría son historias de una brevedad suficiente. Cuenta lo que ha de ser contado, no hace circular la historia y extenderla. Son también narraciones metódicas. Es tan preciso Modiano sabe tan bien qué va a hacer con su novela y a qué lugar desea llevar al lector. Todo está movido con sutileza, todo lo anima la memoria de un protagonista o de una voz externa que se arrogado la intendencia de lo que sucedió y no debe difuminarse, convertirse en un rumor, acceder al olvido. Lo que Modiano como nadie es volcarse con delicadeza en su literatura: no es que sea melifluo (qué va a serlo) o que se decida a escoger la dulzura como herramienta de trabajo. Transmite un candor, un afecto, un amor por la materia fabulada. Es la discreción lo que lo embarga todo. Puede haber una guerra (la franco-argelina que se retrata en Villa Triste) a la que los jóvenes dan la espalda y se refugian en una estación termal de una ciudad remota, en la que se suceden las fiestas, pero la historia circula por debajo, no a la vista, casi como si la superficie, lo evidente, permitiese asomarnos a la intrahistoria, a un piso más abajo, en donde todo es melancolía o miedo o abandono. Modiano es el escritor anodino en apariencia, que escribe con visible desapego, pero hay que continuar y observar. Pide eso: que miremos con atención, que deseemos bajar a la planta de abajo. Hace que no leo nada nuevo suyo. Cuando voy a una librería, pregunto si hay alguna novela suya que no conozco. No las he leído todas, son muchas, pero adoro sus títulos, me dejo llevar por ellos. La hierba de las noches (tan turbio, tan afantasmado) es la mejor novela que he leído de este escritor anodino, triste y sencillo, pero que hace novelas ejemplares, cortas, duras y ejemplares. Aparte de ser un título (soy muy pesado en eso) absolutamente brillante, La hierba de las noches es una novela sobre las novelas o una novela sobre la permanencia de los recuerdos o sobre la inmoralidad de un pueblo o sobre las cautelas para que no se venga abajo una vida cuando ha juntado todas las piezas que le faltaban. La vida diaria parece ser la superficie, pero daña y hace su oficio enfermo cuando se aposenta. Como las hojas sobre el agua de una piscina. Como insectos en una mesa de un café. Si nos fijamos en ellos, en las hojas, en los insectos, lo de menos es la piscina o es la mesa del café: ellos lo copan todo, ellos son los que se han determinado a contar la historia.