La construcción de grandes infraestructuras (léase autopistas, trenes, metros, canales, etc...) suele ir siempre acompañada de molestias de todo tipo que afectan el entorno y las vidas de los habitantes de las zonas por donde han de pasar y que, en no pocas ocasiones, los ponen en pie de guerra contra ellas. Estos efectos secundarios de vivir en una sociedad moderna, la mayoría de veces son evitables o minimizables con un poco de buena voluntad entre las partes afectadas (que no siempre existe) pero, a veces, o bien el trazado o bien la naturaleza propia de las obras no deja margen de maniobra en mor del bien común. Bien común que pasa a ser un auténtico drama común si, para más colmo, la infraestructura de marras pasa por una zona urbana densamente habitada. Es entonces cuando toca estrujarse la mollera para cuadrar el círculo y reducir el impacto de la obra con soluciones imaginativas que dejen a todos (o casi todos) contentos. Tal es el caso del metro de Londres, en que una salida de ventilación, desde el siglo XIX, tiene una curiosa integración con su entorno.
Si pasea por la calle Leinster Gardens del exquisito barrio residencial de Bayswater -en Westminster-, al llegar a la altura del numero 23, posiblemente no habrá nada que le llame la atención. Y es que, justamente, la virtud del asunto es que usted no vea el agujero de 30 metros de largo y 6 de ancho que, aunque le parezca mentira, existe detrás de ese edificio.
Efectivamente, en el numero 23-24 (no se me extrañe, la numeración de los edificios de la calle es consecutiva debido a la particular ubicación de los inmuebles) nada llama la atención respecto los edificios que lo envuelven. Sin embargo, si se fija bien, verá que las ventanas no tienen cortinas, están pintadas en gris y las puertas de entrada a ambas viviendas no tienen buzones. La realidad es que no es un edificio como los otros, sino una falsa fachada destinada a minimizar el impacto visual del agujero de ventilación dejado tras la construcción de la primera linea de metro del mundo. Pero... ¿cómo puede haber necesitado semejante obra una simple ventilación? Tranquilo, todo tiene una explicación.
Cuando en 1860 se iniciaron las obras del primer ferrocarril metropolitano de Londres, los túneles no se hacían con gigantescas tuneladoras al estilo de hoy en día, sino que se hacían servir métodos más rudimentarios, es decir, a golpe de pico y pala.
Así las cosas, para hacer las cosas más fáciles y evitar pasar por debajo de las edificaciones, el trayecto del metro seguía los ejes viarios más importantes. Estos se despanzurraban hasta la profundidad requerida y, tras construir el túnel, se cubría con vigas o arcos y se volvía a rellenar hasta hacerlo llegar a nivel de calle (método cut and cover), la cual cosa determinaba que el metro tuviera poca profundidad. Pero también se tenían que construir bocas de ventilación.
En aquella época, la energía eléctrica no se había generalizado, por lo que toda la maquinaria era a base de vapor. Ello implicaba que las locomotoras funcionaban a base de quemar carbón, por lo que se generaban unas cantidades impresionantes de humos. Humos que, a pesar de los filtros y los condensadores de última generación instalados, no se podían eliminar del todo, por lo que era imprescindible que, a intervalos regulares -siete u ocho por milla-, los túneles subterráneos dispusieran de salidas de aireación que permitieran la ventilación del aire.
Así las cosas, a mediados de los 60 del siglo XIX, cuando se hizo la prolongación que pasaba por Bayswater, los ingenieros se encontraron con la necesidad de construir el túnel y una de estas salidas en una zona que afectaba a unos edificios residenciales de cierto nivel que habían sido recientemente construidos: los de la calle Leinster Gardens. La obra se tenía que hacer sí o sí, pero el barrio era lo suficientemente pijo como para no dejar la calle con un socavón de 200 m2 al aire y una cicatriz en la alineación de casas. Si fuera en un barrio pobre, vale... pero allí, no.
De esta forma, los constructores se vieron obligados a comprar los inmuebles ubicados en el número 23 y en el 24 y, tras su demolición, construcción del túnel y del espacio de ventilación, construyeron una réplica de la fachada de los edificios colindantes que uniera visualmente toda la linea de fachadas de la calle. Y a fe cierta que lo hicieron.
En el espacio que había dejado la trinchera del metro, levantaron la fachada-pantalla de un grosor de 1,5 metros, en estilo neoclásico, calcadas a las casas adyacentes, de las cuales tan solo las distingue el hecho de no poseer tejado en el ático -por razones obvias- y de que las 18 ventanas correspondientes están cegadas. Pintadas, eso sí, en color gris porque si fuera en negro, sería demasiado agresivo visualmente hablando. Todo el resto es igual. Y hasta tal punto es así que, en 1930, se hizo famoso porque unos espabilados estafaron a un montón de gente al venderles entradas (al precio de 10 guineas) para un baile de beneficencia que se tenía que celebrar en el 23 de Leinster Gardens. La gracia que les hizo cuando vieron que era una mentira fue sólo comparable al espectáculo de ver a toda la gente congregada frente a la falsa fachada vestida de etiqueta, como exigía la organización. Cachondos los estafadores, mira.
En definitiva que el edificio 23-24 de la calle Leinster Gardens es uno de las soluciones más curiosas y bellas para integrar los efectos colaterales de una infraestructura tan importante como es el metro de Londres. Eso si, como todo en esta vida, no nos hemos de quedar únicamente con la fachada: simplemente yendo por la calle de atrás podremos ver la realidad en forma de agujero gris, oxidadas vigas de soporte y sucio tocho visto que nos indica que, la moneda, por bonita que sea por una cara, siempre tiene un reverso que puede no serlo tanto.