Revista Viajes

23/365 Bogotá. Piso 10

Por Marikaheiki

Este es el día 23 de 365 días de escritura.

 Seis de la mañana. Jet lag y dos horas para dedicarme a escribir antes de que todos despierten. Preparo un té, una manzana verde, me invento unas posturas de yoga para desembarazarme de la carga de la mochila en todo el cuerpo o para empezar libre el día, el viaje o lo que sea esto. Bogotá se extiende en todas direcciones desde el piso 10 del apartamento de Valentina entre la 22 y la 50. La casa y la ciudad están silenciosas aún.

¿Qué significa contar un viaje? Las leyes del relato se anulan: no hay una introducción, un nudo y un desenlace en el presente narrado, sino un día en el que un avión despega y un sinfín de días de incertidumbre en adelante. Si comenzó de alguna manera, no fue con la salsa ni con las historias de Laura Restrepo: atravesé el Atlántico viendo un documental de la BBC sobre el festival de Glastonbury del año pasado y gocé bien adentro con el disco útlimo –el mejor– de Artic Monkeys. De alguna manera el poder erótico de la música contaminó un primer día de lejanía. Al llegar, la sorpresa de encontrarme los pies fríos en una ciudad tomada por la lluvia en pleno julio, yo que no sé vivir sin las estaciones. Pero me alegro de que no haya sol. Me alegro del cielo gris y del área industrial allí abajo, y de la montaña rodeándonos y del pan de Hornitos y del tamal que no probamos.

Ruana, vaina, bacano, chévere, tamal, yuca, lulo, dar papaya, sombrilla, jugos, calles y carreras, mercadito de San Victorino, chimba, rolos. El español estaba incompleto hasta que aprendí los acentos de Sudamérica. Palabras que había leído o escuchado por fin se asocian a objetos y gestos. Por fin vi un lulo y parece un tomate anaranjado. Dar papaya es la frase más graciosa que escuché, y la más útil también. Nos compraremos una ruana de colores en Villa de Leyva: no esperábamos este frío. Utilizamos la lengua y cobra vida; antes no eran más que significados oníricos. Por fin nos sirven.

Es la primera noche y con Cari y Valentina ya hablamos de amor.

No tengo miedo: no siento que haya comenzado ninguna hazaña. Solamente tomé un avión, calculé las horas de diferencia y arribé a Bogotá entre la media tarde y la medianoche. Parto con la sensación de no saber nada. No me refiero a no saber cosas –sé cómo preparar tarta de cuajada, conozco la tabla periódica más o menos, el efecto del agujero de la capa de ozono–, es más como si no supiera nada de quienes habitan aquí adentro –mente y dedos que escriben–, y tampoco nada de cómo la gente se relaciona y se comporta, y aún menos de lo que significa el tiempo ni de cómo el espacio se repliega sobre sí mismo algunas veces y nos acerca aun estando tan lejos. Parto otra vez de la tábula rasa: es un nuevo nacimiento. No busco cosas grandes, ni siquiera vivir la aventura de mi vida, sino momentos como éste en los que hay paz y todo fluye. Ha amanecido. Recuerdo la excitación de los otros viajes pero esta vez me fui sin dolerme y sin lanzar una última mirada atrás, sin abrazar al perro. No hubo melodrama. No hubo rituales. La nostalgia es linda, pero pesa.

A él he vuelto a convertirle en ficción. Algunas veces se rebela contra mí: algo de su idiosincrasia permanece en el personaje.

Otra vez: ¿qué es contar un viaje? ¿Narramos los paisajes, la gente, lo curioso, la temperatura, la geografía humana? Hay un lugar por donde todas las experiencias y las conversaciones y la lluvia y los helados y las miradas y las intuiciones y las librerías pasan y se filtran para construir esto que escribo ahora. ¿Cuánto hay de real? ¿Cuánto de falso es el lenguaje y lo recubre todo con el barniz de la literatura?

Bogotá: sólo intuida. Vimos Montserrat a lo lejos pero pasamos la tarde en un centro comercial. Hemos traído la maleta a medio hacer.

 

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