Hay objetos que llevan toda la vida con nosotros y a los que no se les hace mayor aprecio que la utilidad que reportan: se les hurta un añadido emocional. Existen sin más consideración, por decirlo concisamente, que su tangible ubicación, la certeza de su presencia, pero de pronto, por razones extrañas, cobran vida, adquieren un sentido del que antes carecían y nos hacen pensar en un solo objeto, no el impuesto a la realidad, sino otro arquetípico, portador de un significado concreto e íntimo. Uno de ellos es la cortina de un cuarto de baño cualquiera, no importa el color ni su calidad, si está estropeada por el uso o recién adquirida y colgada. Es la cortina de la ducha de una habitación en el motel Bates de Psicosis. En adelante, trágicamente, todas las cortinas de las duchas son de Hitchcock: nadie más tiene propiedad sobre ellas, le pertenecen sin ninguna discusión posterior. También es suya el agua que cae y la coreografía del sobrevenido cuchillo, que no ofrece en ningún momento la obscenidad de entrar y salir en la carne de la desavisada señorita, sino que lo confía todo a la música, un desquicio de violines maravilloso y aterrador que sugiere más y aterra más que todo el cine gore adolescente. Todas las cortinas son la cortina tras la que es asesinada Marion Crane por el tarado Norman Bates. Todos los moteles perdidos en mitad de la noche son el motel de Psicosis. Todos los sótanos tienen una madre muerta sentada en una silla de ruedas. La mujer sacrificada se revela entonces como cualquier mujer sacrificada. El asesino se arroga todos los asesinatos. Hay un mecanismo interno que muta la singularidad en universalidad, lo azaroso en canon, lo eventual y pequeño en crónico y enorme. El cine es una herramienta soberbia para comprender la realidad que ni siquiera la misma realidad ofrece. La visión de lo real aburre, debió pensar Hitchcock; de ahí que embauque al espectador, lo confunda y comprometa la austera contemplación de lo que quiera que se esté narrando. Ese demiurgo travieso nos convierte en voyeurs, en observadores privilegiados de las zonas a las que no les dispensamos la atención que reclaman. Hitchcock subraya con histérico afán lo que el ojo pierde cuando se le abruma. El director allana la periferia, se recrea en los detalles, evitando que podamos ver a Marion desnuda para que el estricto código Hays censurara la escena, una de las más icónicas (por cierto) de toda la historia del cine. Suenan el cuchillo entrando en la carne, enfatizado por la hiperbólica banda sonora de Bernard Hermann, un prodigio sin igual. No es lo que vemos, ni siquiera es lo que se manipula para ofrecerlo como si fuese verosímil, sino la naturaleza perversa de la mirada, que Hitchcock adoraba, a la que rendía todo su talento. No era, en un sentido estricto, un tramposo: todo se fía al montaje. De Marion Crane le importa su capacidad de símbolo: es la ladrona que está recibiendo un castigo, que él no juzga, del que se limita a mostrarnos (con apabullante dominio de toda la técnica que puede producir el engaño que es el cine) su virtuoso (aterrador) desenlace.