La comedia española y yo no nos llevamos demasiado bien. Sobre todo y salvo alguna honrosa excepción, con la de los últimos treinta y siete años —más o menos—. Sin ir más lejos, el otro día me pertreché de valor —por aquello de darme una oportunidad una vez más— y me dispuse a ver Yucatán (2018). Y una vez más se me hincharon las pelotas de tedio, me invadió una profunda desazón y a los treinta y pico minutos ya la había relegado al olvido.
¿Qué hostia ha pasado? No ha vuelto a surgir un tándem tan descacharrante y soberbio como el formado por Esteso y Pajares, precursores indiscutibles del despechugue explícito y el coño tupido. La maestría contrastada de Lina Morgan, Antonio Ozores, Gracita Morales, Rafaela Aparicio, Paco Martínez Soria, etc., sigue sin ser superada y sentando cátedra. Una y otra vez me encuentro con un abochornante compendio de tramas «parvularias», protagonizadas por seudoactores y actrices cuya gracia es equiparable a la misma que tiene un vaso rebosante de pus caliente.
Ya no se ruedan genialidades tales como El E.T.E. y el Oto (1983) de los hermanos Calatrava, en la que retuercen el sentido del ridículo elevándolo a proporciones ciclópeas. Ni qué decir de Eugenio en la no menos brillante Un genio en apuros (1983), donde el humorista catalán se interpreta a sí mismo en una trama adelantada a su tiempo. El panorama es desolador: antaño, la comedia española, en su entrañable ingenuidad, te abría el pecho de la risa y las carcajadas se derramaban a borbotones.
Ahora no es más que un montón de heces malolientes humeando en el arcén de algún recóndito camino de carro de la España profunda.