I Alex, vuestro humilde narrador, expía sus culpas a su manera
Un drugo aburrido es un drugo violento. El drugo máximo, un macho alfa de buena cuna y labia burguesa, bebe moloco, oye La gazza ladra, fornica con hippies y suena Beethoven como mantra psicótico. Un drugo fetén jalea a su banda para que dé caza a bandas menores y practiquen alegremente la ultraviolencia.
Un drugo puede vivir con sus padres y ejercer de vecino modélico, pero al caer la noche saca al libertino y lo entusiasma con imágenes de sexo extremo y delincuencia pura.
Un drugo revienta a bastonazos la cabeza de una señora mayor, rica, enferma de gatos y se ocupa de que la esposa joven y deseable de un escritor de éxito, talludito y excéntrico, cuya casa han violentado, pueda sentarse en primera fila y asistir al espectáculo de su humillación.
Un drugo aburrido es un drugo nihilista. El nihilismo, aplicado a un drugo, no es un concepto filosófico sino una excusa enciclopédica. Porque no es descabellado que un drugo, a pesar de su tendencia al gamberrismo, sea un individuo curtido, letrado, al cabo del vértigo de la cultura y de su periferia.
Un drugo, un verdadero drugo macho-alfa, acaba traicionado por los suyos, capturado por la autoridad, juzgado, conducido a una prisión y convertido en conejillo de indias de un programa del Estado, experimental, sin vuelo mediático, que le restituirá la bondad extinguida y hará de él, en un plazo escandalosamente breve, un antidrugo, uno que no bebe moloco ni viola amables ancianas, uno que se expresa con pulcritud y no tiene doble fondo, uno que no desafía al sistema; uno, en fin, domado y presentable en sociedad, aliño del programa político del partido.
Un drugo listo hace creer a sus carceleros que el programa funciona y que están haciendo de él un ejemplo, pero el drugo sobrevive o cree sobrevivir, guarda su desquiciamiento intacto en la podrida alma que no le han esquilmado, piensa que esas armas de tortura son inútiles y que engañará a sus captores, que le pondrán en la calle en breve, aparentemente reformado, listo para ronronear de fenómenos y actuar en consecuencia, violando, asaltando, robando la pureza del mundo a bastonazos, babeando ante la visión de una casa con pedigrí burgués, sola en la noche, promesa de jarana y chumba chumba a tutiplén.
Un drugo, sin embargo, por retorcido e inteligente que sea (se desprende que retorcimiento e inteligencia van a veces en comandita, en coyunda ideológica) se descompone si un equipo de hijos de Pavlov le droga y le satura los ojos de colirio al tiempo que un diabólico mecanismo le impide parpadear y se traga una orgía de ultraviolencia ajena. La sobredosis, antaño deleitosa, la que le producía cascadas de júbilo, le da ahora un pánico cerval, una aversión patológica.
El drugo reformado, el que el mismísimo Ministro ha tutelado y del que hasta se ha ahijado como hito en la política de reinserción social, es ahora un drugo vacío, un drugo muerto, un drugo desdrugado, uno capado para hacer el mal, uno al que le han extirpado quirúrgicamente la querencia por el daño y ahora carece de libre albedrío. Un drugo no drugo. Un zombi. Un drugo zombi. Un desecho. Un ciudadano aséptico. Un ideal para el Estado Total. Un zombi con capacidad de voto. Un sombra entre las sombras. Un pelele de drugo.
II/ La cuerda del juguete
Quizás el hombre que elige el mal es en cierto modo mejor que aquél a quien se le impone el bien. Eso le dice el capellán a Álex, en prisión, en una de esas conversaciones sobre la moralidad que tantos gustan al gremio de la sotana. Burgess, católico a tiempo parcial, era un escritor sin excesivo futuro al que un falso tumor cerebral le empujó a trabajar estajanovistamente con objeto de dejar a su mujer en el mejor de los mundos posibles (económicamente hablando) cuando él ya no estuviera en este perro mundo. En esos tiempos de fatiga literaria y de errado diagnóstico nació La naranja mecánica. La historia de una banda juvenil que pasean un Londres de gris ciencia-ficción es, en cierto modo, un prodigio de anticipación sociológica porque la violencia que expide, predicada por jóvenes sin ideología, amancebados en un nihilismo naïf y hueco, brutalmente arrojados al mal y ferozmente jubilosos en ese mal, es la que después ocupó Europa (mayormente) con esos mismos jóvenes, provistos de confort, hijos de la buena clase media o de la formidable clase alta, pero desclasados, en el limbo de esa insatisfacción que produce no tener un norte o, como decía mi abuela, tenerlo todo y no saber aprovecharlo.
La violencia que ejerce Álex, el criminal que nos regala Burgess, acaba por no interesarle, le aburre y planea crear en lugar de destruir. Burgess cuenta esto muy claramente en el author's cut de la novela, en la edición revisada y elevada a icono cultural años después de que fuese censurada (en los Estados Unidos, sobre todo) y en ciertos círculos de la pétrea vida inteligente europea de los sesenta y buena parte de los setenta. Los británicos, blandos, a decir de nuevo de Burgess, que miran el progreso moral con temor, vieron La naranja mecánica como un arrebato arrebatador, una especie de libro blasfemo, un panfleto agitador de la conciencia cristiana, que no deja que sus feligreses escojan entre lo bueno y lo malo, censurando el libre albedrío (tema absoluto de la obra) y haciendo que el hombre será en sustituyéndolos a los dos) le dará cuerda. Es tan inhumano ser totalmente bueno como totalmente malvado. Lo importante (insiste Burgess) es la elección moral.
III/Lo que hicieron el doctor Brodsky y el doctor Branon en sus chaquetas blancas y lo que me obligaron a videar en aquel sótano en el que me amarraron con cintas y me abrieron muchísimo los ojos
Al lerdo de entendederas, al pánfilo en lo sustancioso del alma humana, le asustan las palabras. Al Alex que surca la travesía del mal y arriba al puerto del bien, bueno, un bien también mecánico, impuesto, obligadamente dulce y enjundioso, le duele al final de la trama que le tomen por tonto. No lo ha sido nunca durante los paseos por los barrios bajos, de cockney y de óxido de orín, ni lo ha sido en la cárcel, un poco maltratado, anulado, vejado hasta convertirlo en un pequeño zombi, pero siempre estuvo al frente de su conciencia, alerta y firme en la creencia de que una porción diminuta (pero latente) del yo antiguo late por debajo del yo recién demolido.
IV Alex dice adiós
Vuestro humilde narrador ha tratado con toda especie de lacayos del sistema y ha visto cosas que superan en horror al horror que cometí (sin darme cuenta de lo que hacía, por supuesto, por puro juego, en mis parrandas con mis drugos) cuando era un hombre libre, piteaba moloco y me ponía pestañas postizas y escuchaba a Beethoven (mi Bogo bueno) mientras lubilubaba a unas ptitsas canijas y entusiastas. Ronroneo de fenómenos que de bien. Un poco de chumchum para festejar el ruido de la luz al abrirme los ojos.