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257. Aquellos días de calor y sol

Publicado el 17 julio 2023 por Cabronidas @CabronidasXXI

    Aquellos días de calor y sol fueron intensos como un orgasmo adolescente. Qué inocencia la mía la de aquellos tiempos, aunque ya sospechara que los veranos dejan de ser azules a partir de los dieciséis, que Bea y Desi mantenían una relación lésbica, que la bondad que imperaba en Barrio Sésamo era impostada, que Heidi y su abuelo ocultaban algo, y que Marco, en la vida real, no habría tenido ninguna posibilidad.

    Por lo demás, también cubríamos en bicicleta terrenos montañosos y alquitranados. Hubo caídas, claro; espectaculares y aparatosas. Pero antes de pedalear, ya habíamos aprendido a huir de la zapatilla correctora de la abuela, y a abrirnos la cabeza contras los vértices mortales de aquellos muebles horribles de los sesenta, setenta y ochenta.

    Como teníamos mucho tiempo libre, lo invertíamos en toda suerte de vandalismos. Creo que en el fondo eran actos inconscientes de venganza —aunque contra la gente equivocada—, por el sometimiento que sufríamos durante el periodo escolar, por parte del profesorado.

    Íbamos a la fachada de la casa de la señora Demetria —como podía ser cualquier otra casa—, a entonar cánticos desafinados como hinchas radicales de fútbol, para que saliera a reprendernos, bien desde el balcón o la ventana. En cuanto aparecía, la recibíamos con una copiosa salva de globos de agua, que teníamos preparada para tal fin. En contra de lo que nos aseguraban nuestros padres, ella nos demostró que sí era posible desgañitarse en expresiones tales como «¡hijos de puta!» y «¡cabrones!», sin consecuencias posteriores.

    Otras veces, atábamos un cubo lleno de agua —sucia a poder ser— al pomo de la puerta de la casa de Prudencio, por ejemplo. Tocábamos el timbre y desde una distancia prudencial, esperábamos a que abriera, y que el agua se derramara sobre sus pies. Cuando así sucedía, nuestras carcajadas también se derramaban; no obstante, nunca revestidas de maldad. Si la gamberrada a realizar era grupal, en lugar de un cubo, anudábamos tantas cuerdas como puertas elegidas, y de estas, a la farola, contenedor o papelera más cercana. A veces puerta con puerta. Luego pulsábamos todos los timbres una y otra vez hasta que algo cedía. En lugar de las cuerdas solía ser la paciencia de los inquilinos. 

    Por supuesto, también nos habíamos enfrentado con bandas de otros barrios que venían al nuestro a imponer su ley. Los vecinos se replegaban en sus portales por seguridad, mientras que piedras y palos de tamaños diversos, volaban de un bando a otro entre las sentidas vocecitas de guerra. En los momentos más encarnizados, echábamos mano de artillería pesada, como tirachinas rudimentarios y arcos de tiro de ingeniería campestre; ambos de gran alcance, pero nula precisión. No como mi habilidad —ahora inexistente— de esputar como una llama, desde cualquier distancia y con acierto, a los ojos del enemigo.

    Era la estación del sudor, por lo que no todos los días estábamos defendiendo nuestro territorio, o recordando al vecindario quiénes eran los dueños del mismo. En los días tranquilos, íbamos a la piscina a refrescarnos, a salpicar a la gente mayor, a esconder toallas, a dejar gargajos en las barandas, a hacernos amigos de las niñas...

    En definitiva, éramos niños afortunados. 

    Muy afortunados.



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