«La fotografía es un secreto que habla de un secreto. Cuanto más te dice, menos te enteras «
Diane Arbus
Se hace uno monstruo para intimar con los demás monstruos, no porque le fascine el mal o porque tenga una inclinación natural a producirlo. Tenemos monstruos más cerca de lo que creemos. Sucede con ellos lo que con los amigos o von la familia algunas veces: tienen una cara y luego revelan otra, una que no se espera, que no se ve venir. Nos vendieron la historia de que el bien es la aspiración más noble, pero es el mal el que escribe la trama, el que dice quién cae o quién se levanta, el que planea el lugar y el momento en que todo será oscuro y no habrá vuelta atrás. De ahí que deseemos con toda el alma saber qué se siente cuando el mal nos invade, cuando el cuerpo se abandona o cuando la cabeza planea desquiciarse a sabiendas y alcanza su propósito satisfactoriamente. Tenemos esa adicción no confesable, queremos ser liberados de las ataduras de la compostura y de las buenas maneras. Una vez se ha retozado en el lodazal y se ha visto cara a cara al diablo, no hay prado verde ni dios que nos conforte. Sólo hay que pensar en la historia de la humanidad, en su devenir, en su correr tumultuoso. De no ser por la irrupción del mal, no habría crecido civilización alguna.
Cicerón dijo que uno debía irse antes de la que obra comenzase a ponerse aburrida, pero no hay aburrimiento cuando suena la tempestad arriba, en todo lo alto; no hay consuelo, pero nos quedamos a ver qué pasa, por comprobar si todo queda en ruinas o al final hay un vestigio de luz, aunque sea pequeño y sepamos que lo consumirán las sombras. Es imposible no darse cuenta de que el monstruo que llevamos dentro (unos con más fiereza y con más desvergüenza que otros) pugna por hacerse visible. Se tira toda nuestra vida tratando de salir. A veces, cuando el dolor es muy fuerte, le dejamos asomarse, permitimos que haga una tropelía, le concedemos la facultad del engaño o de la intolerancia o de la tiranía. Los monstruos muy persistentes, cuando salen, matan. De ahí (insisto) la necesidad de que lo abracemos e intimemos con él. Por mantenerlo a raya. Por saber cómo apaciguarlo. Por no dejarlo creer que es dueño nuestro. Siempre fue así. Toda la literatura rinde cuentas de esta escisión salvaje. No hay libro en donde no aparezca, velada o abruptamente. Ni siquiera el día, cuando clarea y abre, ahuyenta a la sombra y la aparta.
Diane Arbus pudo tener una vida feliz, quién no, pero algo la perturbó y se sintió bien tras el roto. Para realizarse, por no aceptar la tarea de ser madre y ama de casa a tiempo completo, cogió una cámara de fotos y se propuso registrar lo estrafalario, lo anormal, lo crudo, lo por lo común retirado y no concebido para convivir con lo mayoritariamente aceptado, con lo hermoso, con lo luminoso y alegre. Su obra es un extravagante muestrario de todos los seres que no cuadraban con un patrón, todos los excluidos, todos los tocados por la tragedia o por la locura. Tal vez ella misma no sugería ser muy diferente a ellos. Se daba en cuerpo (era promiscua como estado natural de sus músculos) y en alma (era osada como estado natural de su ánimo) en el oficio que aceptó para habitar de igual a igual con todos los demonios que la corroían. Serían muchos y les dio un abrazo a todos. Sus monstruos eran de una humanidad arrebatadora. Los captaba con la ternura de quien no se siente diferente y comprende con divina naturalidad la esencia de sus retratados. Se dedicó a mirar después de consentir exhibicionistamente que otros la miraran: se masturbaba con las ventanas abiertas y hasta se recreaba cuando advertía que alguien se percataba del número onanista. Fue su novio, luego marido, Allan Arbus, quien la inició en esas lides venusinas cuando se conocieron. Ella tenía 14 años, él 8 más. Se casaron cuando Diane cumplió 18. El marido, reclutado por el ejército en la guerra, volvió a casa con una cámara en la mano, algunos sueños comerciales y el deseo de que Diane colaborara en ellos. Aceptaron algunos de sus trabajos para revistas como Vogue, pero eran anónimos, no llegaron a rubricar un nombre debajo de la instantánea. Eran rutina que reportaba ingresos, nada que evidenciara un aliento estético remarcable. En 1958 conoce a Lisette Model y nace la Arbus definitiva. Fue su alumna y su discípula, le abrió los ojos e hizo que su mirada se recrudeciera y adquiriera la visceral animalidad de la realidad. “No pulsen el disparador hasta que el sujeto que enfocan les produzca un dolor en la boca”, decía Model en su aula. Diane escuchó y entendió. Luego de escuchar y entender, volcó su entera existencia en atrapar (un verbo muy fotográfico) el desquicio de todos esos seres grotescos que ocupan los tugurios, los prostíbulos, los sanatorios mentales… Sus personajes eran borrachos, putas, transexuales, nudistas, travestidos, gigantes, enanos…gente a la que el estrago de la vida había descompuesto o que ya venían a ella con alguna falta que los arrimaba a lo excéntrico o a lo deforme. Esa belleza oculta, convulsa, escribió Breton, sería su recado de vivir; toda esa fauna grotesca era propiedad suya. Se integraba en ella, la hacia parte de su familia (la ortodoxa estaba rota) y la combinaba con singular entusiasmo a que se la considerara un igual, otro ser sin acabar de formar, otra manifestación de los atropellos de la moralidad o de la naturaleza.
La fotografía de Arbus eran de un blanco y negro luminoso. Hasta a las sombras se le adhería su pasional sentido de la luz. Su inclinación a fijar lo monstruoso (en su acepción moral o física) la inscribió en un extraño grupo de iniciados y curiosos, pero su aceptación y reconocimiento público tardó en cuajar. Imagino que no anhelaba perturbar, sino naturalizar la perturbación. Había sido una niña bien, Neverov de apellido paterno, rodeada de mimos, entre niñeras, institutrices y sueños de un padre (dueño de unos grandes almacenes en la Quinta Avenida) que deseaba evitar que su hija se asomara al mundo de la periferia, al sucio y roto mundo de la pobreza y de la marginación. Arbus reconoció no haber sentido asomo alguno de peligro en esa infancia idílica y sobreprotectora, por lo que (cuenta en una entrevista) se avivó en ella una curiosidad extrema por ver lo que se le había censurado, toda esa roña del alma que únicamente podría conocer si salía de su burbuja (de su asepsia, de su torre) y paseaba las calles y bajaba a los antros, intimando con los opuestos, mirando de frente a los monstruos. Ver las taras de los demás acució las suyas: se afilió a un desencanto fértil, que la minó y la abocó a un suicidio lento, que culminó cuando a los 48 años se atiborró de pastillas y se cortó las venas. Se la acusó de cruel por la manera en que abordaba a sus personajes, resaltando su fractura, retratando sus destrozos, pero sus imágenes son hermosas. Ella misma debió serlo, a pesar de sus vicios y de sus faltas. Dejó trabajos por hacer, proyectos de envergadura que le encomendaba el MoMa, entusiasmado con esa pionera de la fotografía de lo feo, de lo monstruoso, de lo apartado y perdido. Era de encontrar las grietas por las que entra la luz, aunque la costra las enturbiara a primera vista. Era una narradora de la inocencia y de la calamidad, de la desconfianza y del extravío. Decían que si Arbus te fotografiaba encontraría tu lado dantesco, el que no conoce incluso quien lo porta. Es ese saber mirar lo que la hace un genio. Su frontalidad a la hora de apretar el obturador era la misma con la que encaraba la vida. Fue valiente, fue triste, fue hermosa.