Se cae, en un descuido, el rojo. Emerge, comido de vértigos, el azul. Está la luz enfebrecida. Se la ve triste, se tiene la impresión de que está a punto de rendirse. Es el comienzo de la época de las grandes palabras. Iba el pintor Jackson Pollock sin otra idea en la cabeza que estrellar su coche contra un árbol. De haber podido salir vivo, habría pintado el cuadro definitivo, el del amasijo, el del rojo izado como una bandera o sospechosamente emborronado de azul o de un marrón que tiene la ambición de mudar a verde. Era de los colores su sentido de la belleza, de la geometría azarosa, de cierta turbia ecuanimidad en el acto de crear y de encontrar debajo del grumo una especie de epifanía. Todo muy fractal, todo muy caótico, todo muy nuevo. Hay cuadros que precisan una atención que con otros podría suprimirse: son inagotables para siempre o, caso de que no se le encuentre un motivo o que nos distraigamos, agotados en un instante. Hay que pisar el fango para mirar a veces. También tragarlo para pintar. El engrudo en la garganta no respeta el canon. Se mezcla con el alcohol y resulta el primer abono de la revolución, una cenital, de arrojar luz (es literal esto) al blanco fundacional, de estar de pie y bailar en la oscuridad. Pollock ve donde otros no podemos. Debe bailar con música que no escuchamos. Sentir la estridencia como una dulzura.