Al principio, Archibaldo Haddock es malhablado y pendenciero, luego también. Que diese con el tesoro de Rachkam el Rojo, enemigo declarado de su padre, Francisco de Hadoque, marino a las órdenes del rey de Francia, no le suavizó la boca, que era áspera y resolutiva. La habilidad de Hergé hizo que ninguno de los cientos de adjetivos que el capitán profirió en sus aventuras con Tintín (desde El cangrejo de las pinzas de oro hasta el final de la serie) desavinieran cierta corrección léxica. La grosería (ni en los años cuarenta ni ahora) no cuadra con una publicación que alienta la lectura en los jóvenes. Le pone invectivas cultas, vituperios a los que cuesta dar a veces la categoría a la que aspiran, la del escarnio, el agravio o la injuria. Querría uno usarlos con mayor frecuencia o incluso con alguna. Los que somos menos lenguaraces carecemos de esa repentina lujuria en los epítetos y caemos en obscenidades que no dicen nada al que las escucha (por repetidas, por gastadas) ni a nosotros nos causan la honda satisfacción de haber herido (quién sabe si definitivamente) al objeto de nuestros improperios. Toda esa delicia estrambótica es patrimonio de los tintinófilos (yo quedo en uno modesto) o haddockófilos. Sublime el catálogo que cualquiera podría adherir al que singularmente haya ido puliendo en el trajín de los años. Ocasiones no faltan para ejercitarse y dar consúelo a lo que quiera que nos esté irritando. También se podría (es una idea) llevar a mano unos cuantos con los que zaherir al prójimo que nos violente. Debe ser sano. Si damos con los adecuados, el inventario es prolijo, tendremos ese alivio inmediato que hará nuestro discurrir más enteramente placentero. Hasta actuará como lenitivo en ciertos dolores del alma de los que en ocasiones no se dispone de bálsamo que los alivie o zanje. Los hay livianos, de poco fuste, como alcornoque. Los buenos son los que hacen pensar o directamente ocupan un lugar en el que no sabemos movernos y desconocemos la dimensión de la herida que nos han causado, como arrapiezo. Cada lector tiene los muy favoritos suyos. Los míos no son fijos. Me hacen reír con diferente intensidad. Algunos permanecen sin aparente merma y tienen toda la consideración de mi asombro de un modo perpetuo. La lista podría empezar con antracita (un carbón fósil que arde con facilidad) y terminar con cercopiteco (un mono africano de tamaño pequeño y muy notorias expresiones faciales). Entre uno y otro podemos hacer una hilarante criba en la que se registrará cebollino, cianuro, emplasto, herético, gusano de los Balcanes, iconoclasta, mataperros, ladrón de niños, inca o Mussolini de carnaval, paniagudo, papanatas, vendedor de guano, sietemesino con salsa tártara, zuavo, visigodo, torturador, morucho, macrocéfalo, mala semilla, hidrocarburo, fariseo, ectoplasma de mejillón, cretino de los Alpes, descamisado, chafalotodo, coloquinto de grasa de antracita, cantamañanas, beduino interplanetario, azteca, anacoluto, megaciclo, invertebrado, logaritmo, bebe-sin-sed, jugo de regaliz, bicho con plumas, mentiroso de órdago, mercader de alfombras, bruto sombrío, cabeza de mula, merluzo, macaco, loro feo, nictálope, chuc chuc, ciclón ambulante, coleóptero, porquería de aparato tragaperras, Cyrano de cuatro patas, cromagnon, proyectil teledirigido, tecnócrata, estropajo, esperpento gigante, traficante en carne, polígrafo, zulú, ganapán, gran fariseo, esclavista, rizópodo, doríforo, diplodocus, cretinos, clarividentes, modernistas, cabezones, conceptuales, noctámbulos.