A finales de los años 70, un adolescente imberbe caminaba por el sevillano barrio de Los Remedios luciendo en la solapa de su camisa una chapa con los colores de Andalucía. Era la época en la que emocionaba escuchar a Jarcha en el parque de atracciones de la capital del Reino, en la que una emisora de radio invitaba a sentirse orgulloso de ser andaluz, en la que un partido de andaluces tenía escaños hasta en el Parlamento de Cataluña y en la que, en definitiva, ser andaluz era una reivindicación. No hubo grandes héroes ni nadie se jugó la vida -más allá de Manuel García Caparrós-, pero la ilusión andaluza de aquel adolescente imberbe sí estuvo cerca de provocarle la pérdida de algún que otro diente. A un grupo de fachas de los de entonces, de aquellos que portaban palos, bates, cadenas, puños americanos y hasta pistolas, no pareció agradar ese día la presencia de aquella pequeña bandera. Menos mal que uno tiene amigos hasta en el infierno y me libré de alguna que otra desfiguración facial.
Casi 40 años después, puedo decir que aquel día no me jugué la cara para esto. Yo no soñaba con una Andalucía en la que imperara el régimen de un partido político que cuenta por centenares a las personas imputadas por robar dinero de todos los andaluces. Yo no soñaba con una Andalucía que siguiera siendo de las regiones más pobres de Europa, con peor sistema educativo, con menor nivel de bienestar, con mayores tasas de desigualdad social, con mayor índice de desempleo. Y lo que es peor: yo no soñaba con una sociedad andaluza adoctrinada y controlada por un partido político, cual si de un estado soviético se tratara. Andalucía es hoy, si me apuran, menos libre que entonces. Ahora no tenemos fachas con pistolas por las calles pero tenemos comisarios políticos repartidos como tentáculos por todos los estamentos de la sociedad civil. No se me mueve un papel ni se pronuncia una palabra en Andalucía sin que lo sepan en la oficina correspondiente de la Junta, controlada por alguien del PSOE.
Yo no me jugué la cara por una Andalucía en la que siguiera imperando el pensamiento único; entonces azul y hoy rojo pero a fin de cuentas con los mismos métodos y procedimientos. En las discusiones con los amantes del régimen franquista, aquel adolescente imberbe era preguntado con frecuencia que para qué aquello de la autonomía, que eso para qué servía, a lo que contestaba que “para decidir nuestro propio futuro”. Hoy que ya vivo el futuro, puedo decir que ni el 4-D ni el 28-F eran para esto.