Tocaba la guitarra como si le estuviera rebanando el gaznate a alguien. Las penurias dan ese pronto belicoso del que muchos no salen nunca. Big Joe Williams fue un hombre con un propósito, un pobre diablo que no pactó la salvación de su alma en un cruce de caminos ni fatigó su cuerpo gordo de negro perezoso en campos de algodón. Su don era el mismo que el de los demás parias del mundo, da igual en qué geografía sufrieran los embates de la penuria: sobrevivir. Echado de casa a los nueve años, Joe se enroló en uno de esos carromatos casi circenses en los que un charlatán vendía pócimas milagrosas y amenizaba a la ingenua concurrencia con historias del glorioso pasado de la raza negra y de las leyendas que forjaron América. Eran los “Medicine Show”, patria y refugio de timadores, exhibicionistas, tahúres y gente de poco fiar. El niño aprende a tocar la guitarra y encuentra en ella, más que un medio de vida, una familia y un oficio. El blues nace en ese paisaje sureño como una especie de canto salvífico que escoltaba al pueblo oprimido a un lugar privado y mejor. Sobre tres acordes y un muestrario infinito de dolencias, el músico de blues se erige sacerdote de una feligresía famélica que recibía la liturgia como un bálsamo o como un dulce lenitivo. Big Joe tuvo la adolescencia idónea para que la edad adulta fuese en sí misma un breve preámbulo a una vejez dolorosa. El músico de blues (o el de jazz) envejece pronto o muere pronto. Los días en la tierra son póstumos: te puede llevar al infierno una pendencia o un marido celoso o una botella de alcohol mal destilado. Es precisamente la muerte la que ocupa muchas de las letras de los blues más descarnados. Las severas leyes del Sur con todos los negros que anduvieran vagabundeando (también para quien no lo hiciera) lo llevaron de un lugar a otro, paradójicamente. Los burdeles y los juke joints (locales en los que se servían bebidas, se jugaba y se tocaba blues) eran la casa fiable de un músico que no quería ir de una penitenciaria a otra, aunque la estancia durara poco y se debiese (casi siempre) a asuntos de poca monta. Ve en el auge de los pequeños casas discográficas una vía para evitar tareas que aborrece (cualquiera en la que tenga que doblar el espinazo) así que se las compone para que el talento de su abuelo le arregle una guitarra de fabricación casera y le coloque nueva cuerdas y la hace gemir con ritmos repetitivos y broncos, casi como fuese un instrumento de percusión. Graba de modo frenético un blues primitivo y rural para Bluebird Records, el primero de decenas de sellos en los que se hace un lugar en el género. Ahí escribe uno de los blues más versionados de la historia: Baby, please don´t go. Hay más de mil disponibles (Muddy Waters, The Rolling Stones, John Lee Hooker, los Them de Van Morrison, Aerosmith, AC/DC, Mississippi Fred McDowell, Bukka White, Thin Lizzy, Ted Nugent, que recuerde...). Williams prefería tugurios sórdidos para dar sus conciertos, pero descubrió el más lucrativo escenario de las salas de ciudades más grandes. Su modo de cantar (bronco, feroz, desentendido de sutilezas) fue prontamente apreciado por la incipiente nómina de bluesmen que le precedieron. Esa sobria sonoridad (de una vehemencia que intimida) se hizo académica, si es que en el blues cabe ese dogmatismo. En los sesenta comienza a mirar a Europa y luego a Japón. Da giras apabullantes y graba montones de álbumes (no dejó de hacerlo nunca) que recrean material nuevo y adaptaciones de sus viejas canciones, a las que impregnaba de tonalidades nuevas, incluida la amplificación de la guitarra, que sigue siendo rasposa, inquietante, tomada como un cuerpo al que hay que domar para que exprese las vicisitudes de su pueblo, el testimonio de un tiempo legendario en el que la música (más que ninguna otra cosa) hacía que la vida fuese más tolerable. Debió ser un tipo taciturno, no tengo nada que lo confirme o censure. No es solo la fractura de la voz o de hacer que su guitarra sonase como un cuchillo cortando el aire: era la herencia recibida, la de tantos, encomendada a su talento para que no se despeñase en el olvido.