Si hay alguien que no sepa quién fue Jimi Hendrix está de enhorabuena. Incluso los versados, los que conocemos sus tres álbumes de estudio (Are you experienced, Axis: bold as love y Electric Ladyland) y el directo (Band of gypsys) que publicó en vida, lo estamos también. No hay muerto más lucrativo, ninguno como él apabulla con esa fertilidad desde la tumba. Una vez fallecido, cuando el ídolo de masas abandonó este mundo, se abrió un vacío falso, un agujero que no lo era, un territorio infinito de tesoros escondidos en inagotables (literalmente) cintas que el genio registró. Hay más de cien discos póstumos, la mayoría de ellos grabaciones en vivo y muchas (mal grabadas, no pulidas, ni siquiera decentes) pistas de las que se abochornaría si pudiese (quién sabe eso) asistir al penoso espectáculo de su imparable (no siempre legitima) resurrección. Hay desechos, piezas que él no aprobaría, tentativas sin pulir, probaturas sin aprobado uso.
Hendrix simultanéo todos los vicios a los que inclinaba su alma apetente: drogas, alcohol, sexo y música. En todas esas facetas (unas más creativas que otras) aplicó una vehemencia absoluta. La guitarra eléctrica en el rock nació cuando este muchacho alto y desgarbado, vestido como un payaso de una feria de pirados, vio que el soul que amaba no le daba para desplegar sus acrobacias digitales, toda esa pirotecnica de virtuoso, abrazó el blues y cambió para siempre la historia de la música popular del siglo XX. Era el hedonismo hecho hombre. También un paciente obrero, abierto a cualquier influencia en la que volcar su volcánico talento. Era consciente de él, pero lejos de alardes improductivos, más afín al sentido de la música y a la coherencia, nunca abusó de su infinito registro de recursos. Componía con apasionamiento y hasta tuvo su estudio de grabación (el mítico Electric Ladyland) como santuario donde investigar y (como los Beach Boys o los últimos Beatles) todas las posibilidades de la tecnología. Su guitarra era la brocha de un pintor, dijo su hija.
Las acrobacias trasteando el mástil de su heroica Fender Stratocaster pertenecen al circo máximo del rock. También el momento en que se le ocurrió hacer que ardiera en Monterey al rociarla con gasolina y prenderla mientras tocaba Wild thing de los Troggs, ultima pieza de una lujuria que encandiló a los hippies y a los blancos al tanto de la furia del músico. Fuego al fuego. Una vez que uno ha quemado su herramienta de trabajo, queda inmolarse, aspirar a transubstanciarse, a desaparecer como una emanación tímida que decide deshacerse, no dar de sí más.
No hay épica mayor que la de Hendrix. Psicodélico y flamígero, impuro y celestial, no solo tocó como nadie antes (y probablemente como nadie después) sino que indicó el camino por donde irían el jazz, el blues y el rock en adelante. Tuvo el don de hacer que la naturaleza (una tormenta azotando el cielo, la lluvia vistiendo el aire) hablará en su guitarra: él era un emisario visionario, un chamán con un mandato, un astronauta que ha estado miríadas de tiempo en galaxias remotas y ha vuelto con la música del cosmos en su cabeza. El vacío que dejó al morir (hay más literatura de su fallecimiento que de su propia obra) no ha sido reemplazado. No habrá quien herede ese fuego.