Case Study # 22 (1959-60), la Stahl House de Pierre Koenig
Fotografía: Julius Shulman
Hay casas que dicen de sus dueños más de lo que ellos son capaces de contar por sí mismos, con su proceder diario, con lo que confiesan en la intimidad con un amigo o en la barra de un bar, cuando aflora todo lo que no es posible que aflore si no se está allí y se tiene el alma un poco regada de licores. Casas que no parecen de este mundo o lo son de una manera que no es posible razonar: entran en el rango de casas utópicas o idílicas o imposibles. Quizá se trate de un montaje fotográfico y el ojo nos ande engañando, piensa uno. Lo primero que se piensa al verlas es que no son habitables o que lo son de una forma que se escapa de toda posibilidad de entendimiento. Se construyen para que no podamos pensar en ellas, sino para que las amemos o las despreciemos.
Hay casas que miran al mundo como si jamás le hubiesen pertenecido. Casas alojadas en los sueños. Quienes las visitan no salen nunca. Se quedan allí en una especie de fascinación de índole cuántica. Casas que están fuera del tiempo y también del espacio. Quienes viven en ella no han conocido otra cosa. Estuvieron allí, están allí, estarán allí. La primera ocasión en que abrieron los ojos supieron que ése era su hogar. Será la casa lo que vean antes de que se apaguen. Es el cielo o es el infierno, dirán en esas reuniones de amigos de los viernes por la noche. Verán la ciudad a lo lejos, iluminada, con su vértigo y con su fiebre, y dirán que ellos viven en el cielo o en el infierno. Nuestra casa es de fantasmas, dirán mientras beben y ríen. Somos fantasmas, todos lo somos. Casas en las que uno no desearía vivir jamás. Ni acudir de visita si la habita algún amigo o debe ir por cuestiones de trabajo. No sabría después regresar a la suya propia. No porque la casa le hubiese agradado especialmente o porque la adorara sin disimulo. No porque se sintiese mejor que en ninguna en la que hubiese estado y la sintiese una extensión de sus vicios y de sus flaquezas, de su vigilia y de sus sueños. No querría vivir allí porque no dejaría de pensar en ella. Le ocuparía todo el tiempo de esa vigilia y de ese sueño. Todos somos extensión de algún sueño que hemos tenido, que recordamos a tientas y que hace que la realidad zozobre. Nada habría que ellas no ocupasen, nada tendría sentido más allá de su existencia.
Hay arquitectos que ven su obra cuando la inspiración de un fotógrafo la registra. Julius Shulman tenía el don de ver lo que otros no alcanzaban. Decía que lo de menos era la cámara. Como si lo que se fuese fácil. Como si careciera de importancia alguna. Fotografió casas para que la arquitectura adquiriera una relevancia de la que carecía. Llenó con ellas el sueño americano, las pobló con gente que toma cocktails al borde de una piscina o charlan mientras escuchan música. Debían contener vida, explicar al mundo que no eran instalaciones vacías, sino hogares en los que se ríe o se llora. "Mis imágenes cuentan siempre una historia, tal vez porque hay gente en ellas". La fotografía se erige como disciplina eminentemente narrativa. ”Controlo las acústicas visuales de los edificios para congelar el tiempo y fotografiar su momento”. Esas acústicas de la imagen (sinestesia bendita) obran en el observador un efecto hipnótico. Parece que cobraran un repentino resurgimiento de esa vida que contuvieron. No hay dramatismo en ninguna: fluyen con desparpajo, invitan a querer saber más.
Todas sus fotografías evocan un mundo. El de Carlota y Buck Stahl, los propietarios de una de las casas más icónicas de la arquitectura del siglo XX, era menos fastuoso de lo que la propia vivienda inducía a pensar. Se la conoce como Casa Stahl y todavía puede visitarse, bajo reserva y abono. Está en las colinas desde donde se divisa la planicie infinita de Los Ángeles, en el 1635 de Woods Drive. Disponía de piscina, 2 dormitorios, 2 baños y la vista por la que se ha hecho famosa. Los Stahl compraron el terreno y dieron con Pierre Koenig para que levantara la idea que los entusiasmaba: una residencia funcional, racional y simple desde la que pudieran contemplar la ciudad panorámicamente.
Las instantáneas de Shulman están tomadas en la víspera de la participación de Estados Unidos en Vietnam, fijando en el imaginario colectivo los últimos momentos de esplendor del país antes del caos moral al que la arrojó la guerra. Toda esa urdimbre de símbolos (arte pop, en suma) la ha hecho merecedora de ser patrimonio del arte. Como un cuadro renacentista. Como una cantata de Bach. Cada tiempo erige sus iconos. Shulman es el visionario tranquilo, el hombre que vio la quintaesencia de un mundo abocado a despeñarse en contradicciones y en maldades.