Venga, tío, tres cigarritos. Sólo tres, los tres últimos. Y te dejas caer, y se acaba todo. Hasta el fumar. Será rápido y, muy importante y por lo que dicen, indoloro. Aunque como fiarse de esto último, si cualquiera que se haya muerto tirándose de una altura como la que contemplo ahora mismo no va a volver para contarlo.
El primero. Que bien me sabe. De esas veces que al final tienes que añadir “joder”, o “coño”, como si sólo así se pudiese medir lo que te ha gustado. Que bien me sabe, joder. Como la ciudad que contemplo. Que bien me has sabido siempre, Madrid. A barra de bar hasta las tantas, a esquinas de luz incierta, a cine negro de barrio, a besos por las calles, a ojos con lágrimas y a últimas copas. Me sabes también como este 3 de la cuenta atrás en forma de cigarro. Me sabes también como la muerte callada, como el silencio que siempre contesta lo que quieres. En tus calles fuí tanto como dejé de ser. Canalla, caballero, trovador, aventurero. Buscador de dragones en tugurios, por la posibilidad de que tras ellos, princesa hubiera. Que bien te veo, que bien te siento. Tengo la certeza de que entera si pudieras, Madrid, te fumarías conmigo los dos que quedan, y luego conmigo recorrerías caída.
Vamos por el segundo. Segundo. Tiempo. El que siempre falta, el que se estira en la espera, se comprime en el beso, se pierde en vueltas, se encuentra nunca. El tiempo. El que a veces ha escondido todos los recuerdos, todas las fotos viejas, todas las canciones tristes, todas las cicatrices y caricias. Echo el humo del segundo y pienso en el tiempo. Donde no he estado, donde no iré, donde permanecí, hacia donde me movieron. “No tengo tiempo” he dicho tantas veces. Me tenía que haber guardado alguno para ahora, para gastar entre estos tres últimos cigarros. Pero los bolsillos de guardar tiempo siempre tuvieron agujeros grandes, de esos que se escapan hasta horas. Tiempo para mirarte mejor, para dejar verme. Tiempo para besarte lento, lento tiempo para permitir caricias lentas. Tiempo para que este segundo cigarrillo no se haya consumido.
Tres. Uno más y caemos. Se acaba. Lo malo, lo poco bueno, lo triste, lo gris. Tres. “Fumar mata” dicen. Y tirarse después de fumar más, cojones. Espero sonreir en la caída. Estamparme sonriendo. Aunque bien mirado, no creo que luego nadie se fije en eso. Nadie. Ese es el trampolín, la ventana. Nadie que se fije. Tres cigarrillos, dos, uno. Como si fueran cartones, como si este texto fuera el puñetero Quijote. No hay nadie ahí fuera. Y sin embargo, pienso en sonreir. Para mí. Porque me apetece hacerlo. Se me acaba el cigarro, el tiempo, Madrid, tú, se me acaba todo. Y se me acaba a mí. No al frutero de la esquina, ni al de la mirada triste de la ORA sobre la fila de coches de la calle, ni al camarero que ronda a la rubia del café de todos los días a las cinco con la Blackberry. Es mi tiempo, mi cigarro, mi caida. Mi pie que lo pisa, lo retuerce, lo fulmina.
Creo que antes de subir he visto una máquina de tábaco en el bar de la esquina. Maldito vicio. Me voy a tener que fumar otro. Puestos a estropearlo todo, se puede estropear hasta un final tan estudiado. Y lo que espera, quiera yo o no quiera, va a estar al final, al final de toda esta escalera.