Fotografía: Atín Aya
No teniendo un servidor resuelto conocimiento de las obras artísticas de El Pali, Paco Palacios, no siendo devoto de las sevillanas, de las saetas o de cualquier manifestación de ese rango folclórico, hará en esta ocasión un panegírico humano, incluso sobrehumano, si se me permite. No porque El Pali sea uno de esos superhéroes tan de moda en la actualidad y se granjeara el aplauso de la vecindad con sus proezas benéficas, sino por la mera circunstancia de su existencia, la de su pose aquietada en la silla, dejada caer como el que deja una enciclopedia en un banco de un parque. Está ahí para que se acceda a ella y se consulte, pero puede ocurrir que pasen los días y no haya nadie que tenga la santa voluntad de abrir un volumen y leer lo que allí pone. Hay personas que son libros para que alguien se pierda en ellos. El Pali es la enciclopedia del saber popular, el aprendido en la taberna, que en Sevilla en este caso particular y en toda Andalucía, por no subir más arriba, es el templo en donde se congregan los parroquianos de la buena vida, la que no se enseña en ningún prontuario académico, la que no se desprende por la adquisición meritoria de uno de esos másteres, sino que prorrumpe por iniciativa espontánea, sin que se la exhorte a que acuda. Si yo me hubiese topado con El Pali en una de esas tabernas de Triana, le habría saludado con un respeto infinito, le habría mirado con sencilla admiración y probablemente habría lamentado no verle en su oficio, que era el de los fandangos y el de la exhortación al devocionario feligrés de su barrio, lo cual viene a representar, en su Sevilla natal, la mayor de las glorias y la más alta de las responsabilidades. En el estrechar de las manos le habría intentado hacer sentir mi admiración, la del espontáneo desavisado que de pronto se siente pequeñito en la contemplación, primero, y en el trato, más tarde, del tótem, de una especie de dios local. A este tipo de hombres se les debe respeto y es bueno que se les haga ver que los admiramos. Que hay por nuestra parte un conocimiento de lo que atesoran en su interior, a pesar de que procedamos de la periferia más excéntrica o de la ignorancia más supina. En el caso presente de El Pali habría un incalculable bagaje de experiencias. Las más de ellas provendría de la silla en la que deja caer su generoso peso. Se puede gobernar el mundo desde una taberna de Triana. Lo hizo Silvio Fernández Melgarejo, Silvio para siempre, el rockero sevillano que se bebió toda la cerveza hispalense y se fumó todo el tabaco de Virginia. No es un gobierno al uso el de los dos, cada uno en su regia sapiencia, sino uno etéreo, intangible y emocional, el tipo de gobierno que uno querría para conducirse por este mundo. Hablo del gobierno de las confidencias y de los abrazos, de los chascarrillos (qué palabra más hermosa, qué de tesoros semánticos tutela en su contundencia fonética) y de las penurias; el gobierno del vino y de la verdad que el vino hace decir, ya lo dejaron escrito los romanos en sus latines hace más años de los que podemos entender. En faena dialéctica, seguro que El Pali (hablo de oídas, por lo que escuché de quien lo conoció) era un senequista de libro, un oráculo tabernario disponible a cualquier hora del día, cercano y consciente de la importancia de las palabras que se dicen y de las que, pudiendo, se callan, por no herir o por decir más de lo que tal vez está admitido. La panza que exhibe no se entiende habiendo sido bautizado El Pali, por palillo, de flaco que era en su mocerío. Luego está lo que se presume: la sensación de que se puede contar con él para que lo se presente. Eso no sucede con frecuencia; digo que haya poses un poco patriarcales y maximalistas que de enseguida provean la idea de la confianza. El Pali la tiene. Mientras que escribo, escucho de fondo unas sevillanas, es un decir, no creo tener ningún disco entre los miles de los que dispongo, arte en la que fue maestro. Ya he dicho que no entiendo de palos del flamenco (hoy que es el día de ese fabuloso arte) y no voy a hacer aquí ninguna reflexión artística. La traída y sentida es la reflexión espiritual, ámbito que da más finta semántica. Me recuerda El Pali en la maravillosa foto del gran Atín Aya la figura de Vito Corleone. Salvada y entendida la disimilitud en asuntos delictivos, gana peso la parte gremial, la del jefe que se sabe jefe y abre las piernas y saca barriga porque es el jefe y se pone en jarras porque en cierto modo lo que posee no es un cuerpo, sino otra cosa más parecida al tótem, a la figura arquetípica, al icono popular, como de padrinazgo de tasca y de ver el tiempo correr con una copa de vino en la mano. Hay que ser muy de bares para sentir todo eso cuando sólo tenemos una fotografía de un señor que tiene la misma barriga que un tío mío que murió (el pobre) por la ingesta masiva de licores. Pero la barriga es el resumen ontológico del alma, ella lleva el peso de la sapiencia, es ella la que resume la vida de su legítimo y orgulloso propietario. El Pali es cualquier de esos habituales de taberna que parecen haber nacido allí; habrá quien barrunte que también es legítimo pensar que es allí donde mueren. Yo me quedé prendad de esta foto. Parece que no necesite levantarse y que desde esa sedentaria pose de patriarca pueda verlo todo, como una divinidad o como uno de esos demiurgos, maestros del orden y de los principios básicos de la existencia, artesanos de lo real y de lo evanescente. Dijeron de él que era último trovador y la ciudad le venera como a un anciano de esas tribus que parecen no haber entrado todavía en el discurrir loco de los tiempos. Me contó un sevillano declarado (puede ser también eso una religión, con sus cofradías y sus templos) que El Pali era un amante de la poesía, que leía con fervor a Bécquer y a Lorca y que, en tiempos, ejerció con éxito el atletismo y que, en esa bendita barra de los bares, sin alardear de nada, presumía de haber vivido y de contar con elocuencia sencilla los primores de esa vida que su Dios (era un creyente convencido) le había concedido. Que se sentaba en la calle Aduana en su silla a esperar el Cristo de la Buena Muerte con la serenidad del que sabe que va a recibir un regalo. Eso escuché: un regalo. Escuché que su humor era finísimo o de una brutalidad desaconsejable. Murió joven (sesenta años) por una diabetes fulminante. La Paína, su abuela, le decía que al cante había que darle el alma. Creo que podríamos decir que ese alma habría que entregarla a cualquier disciplina que acometiéramos. Da igual qué se aplique. Creo también que se puede alcanzar el rango de filósofo sin ni siquiera tener conciencia de esa propiedad intelectual o sensible. El Pali, en esa fotografía antológica de Atin Aya en lo que debe ser el Bar Vicente, su segunda casa, parece contener todo el conocimiento, toda la verdad, toda la belleza, todo la herencia de todos los que antes que él se entregaron al bendito recado de vivir.