Enhebraron la luz en la obscena acometida de la sangre.
Era sed y un caudal de fuego apresuraba el verano.
El amor se aprende por la noticia de su cese.
Ahora acepto el fluir desordenado de las horas.
Muerdo un vértice de loca fiebre sin lenguaje.
Hemos descendido al candor de los primeros besos.
Una quietud de nieve sin nadie lame la costra del tiempo.
Alzo el dedo y fantaseo con tocar la claridad del aire.
Un ángel acude al entusiasmo azul de mi canto.
Vano esplendor, vértigo hueco, hambre ebria.
Una precisión de espejo de la que brota un desvarío.
El alma es afuera por una única vez y se gusta.
Todo es hondura, hondura y esplendor, vacío y eco.
La trama es sencilla, se repite con cruel insistencia.
Está a medio hacer el cielo, se ven las costuras, se oyen crujir.
Es la ciega medida de las palabras, el torpe huir del paisaje.
No hemos dicho todavía, ni habrá nada que decir en adelante.
Un hombre abre con desmesura sus ojos hasta que arde.
El fuego ocupa la tarde que bulle como un beso novicio.
Este desnudo en mitad de un sueño, esta ola sin melancolía.
Sucede la vida mientras no voy a ninguna parte.
Esta luz de temblor y clausura es de los poetas.
Ellas la cogen en sus manos y la mecen con infinita dulzura.
Uno tras otro concurren los años compartidos con el miedo.
Danzan con la espalda cansada y el gesto subjuntivo.
Tarda uno la vida entera en descubrir que era suya.
Lo que es del silencio regresa siempre a su causa antigua.
No hay dolor que no acabe ahuyentado por la insistencia.
Me explotan cien sonetos en el pecho, soy el poeta.
Con cautela, con el primor del arquero ciego, escribo uno.
Cuento la fragancia de las sílabas, ordeno el festín de los verbos.
No hay que aspirar a lo eterno, la vida empieza y acaba tan aprisa.
El dulce vino de las palabras es flecha y es arco.