Hay quien cree que un banco es un sitio en el que hay que entrar de un modo distinto al modo en que se entra en una perfumería o en un bar de carretera. Gente del tipo que cree que un director de banco o un sencillo cajista es alguien conferido de alguna valía sobrenatural, rayana en lo sacerdotal, que posee el don de impartir la riqueza y autorizar o desautorizar la felicidad ajena en base al brillo de su puesto de su trabajo. Conozco a quien tartamudea al pedir un préstamo, agachando la cabeza, carraspeando, azorándose profundamente y, al final, cuando ha firmado el contrato que valida el negocio, sale encantado del atrevimiento, agradecido de corazon, allá en lo más secreto y noble de su alma, por el favor prestado, ufano por disponer de recursos para aliviar el extravío de la crisis, el expolio de la tarjeta visa o el sufragio del arreglo de la cocina o del nuevo mobiliario del salón. Conozco gente íntimamente convencida del hecho de que el lugar que ocupan en el mundo es pequeño, doméstico, muy insignificante. Merced a esa absurda modestia social entran en los bancos con un sobresalto en la válvula mitral y jamás se atreven a violentar el estricto conducto protocolario que coloca a unos en un escalón del sistema y a otros, por razones incomprensibles, en el inmediatamente superior. Hay gente de una irrelevancia tan consumada, tan asumida, que confunde la educación y el respeto a los demás con la sumisión y la obediencia ciega. Frank Capra llenó sus películas de gente así. Los dibujaba con un mimo absoluto y en ningún caso rebajaba ese cariño y esa ternura (preciosas las dos palabras) por imperativos comerciales o porque un gerifalte de Hollywood le intentase convencer de colocar tal o cual cosa conveniente para su buchaca. Todavía hoy cuando entro en un banco pienso en Frank Capra. Absurdo, ¿verdad?. Pienso de una manera primaria, que en ocasiones es el modo más efectivo de pensar en las cosas. Pienso sin retorcimientos de índole intelectual. Pienso desafectado de ira, sin que mis actos estén manuscrito por la venganza o por considerar que el mundo está mal hecho (lo está) y que los bancos contribuyen, con su sangría invisible, con su misma política de cuentas, a agravar el defecto. Pienso (insisto y acabo) en Frank Capra, lo cual es una forma muy sentimental de escapar de la realidad y refugiarme, ay, en el cine, en las historias maravillosas que el cine procura para desautomatizar la realidad y darle un colorido y un encanto que, sin cine, estoy seguro, no tendría. Pienso en Frank Capra (sí) y entonces sitúo mi lugar en el mundo. Reconsidero (en una prodigiosa fracción de segundo) mi exacta posición en la pirámide social y confirmo que, en el fondo, sigo siendo un pobre personaje de Frank Capra, una especie de George Bailey cualquiera, un George Bailey que mide las palabras y las vuelve a medir por temor a que las palabras suenen inconvenientes, una de esas personas que prefieren la prudencia (mis padres me educaron bien) pero a la que no le importaría encabronarse cuando sea preciso y dejar de ser George Bailey un par de minutos para enfundarme algún otro disfraz más cabrón. Exhibir, por ejemplo, el careto palurdo, rocoso y profesional de Jack Palance y entrar en un banco como si Michael Bay rodase la escena. Y que venga Capra y nos alumbre a todos, pero no vivimos en Bedford Falls, no hay un puente sobre un río helado, ni un ángel nos cogerá de la mano y nos mostrará la vida que podría haber sido. Dickens hizo bien su trabajo: nos alertó sobre la realidad, nos conminó a que la bondad lo impregnase todo. Luego se enturbia cualquier convicción sobre ella. Basta poco para que el fango la cerque y la engulla. Esa es otra historia. Hoy es el día de George Bailey o el de Frank Capra o el de Charles Dickens. Pronto será navidad. Pues eso.