Revista Cultura y Ocio

345/365 Manuel Tomás Sigüenza

Por Calvodemora
345/365 Manuel Tomás Sigüenza

Aquí tenéis, en canto y alma, al hombre, dejó escrito Blas de Otero. Manuel Tomás Sigüenza acogió esa cita en la apertura de Represado jazmín (1985), el único libro de poesía suyo del que tengo noticia y que lleva en casa cuarenta años. Hay libros que están a merced del olvido; otros, de cuando en cuando, se rescatan: adquieren vida cuando los abrimos, en el momento epifánico (depende del libro, del hecho de que sepamos qué nos aguarda o no tengamos propiedad alguna sobre esa inminencia sublime o vacía) en que los cogemos de la balda en la que descansan (siempre me pareció que las bibliotecas son un retiro, una especie de balneario o de convento de jovial clausura) para que nos restituyan la felicidad que nos provocaron. Al deslumbramiento de la poesía, en la que con timidez empezaba a desenvolverme, escribiendo versos sueltos, construyendo (ni idea de que se estaba levantando algo) al escritor futuro, el que haya ahora. Manuel era un profesor severo, recuerdo. Hablaba con hondura, aunque no levantara jamás la voz. Tengo la idea de que se gustaba en esas explicaciones. Como el músico que al tocar cree estar asistido por una especie de rúbrica divina y se extasía en la digitación o en el modo en que emboca el instrumento y lo hace sonar. Manuel era un instrumento en sí mismo. Grande y sencillo, nos trataba con respeto, escuchaba con calma. No siendo una clase sosegada, no lo era en modo alguno, ni el instituto un edén de armonía, su docencia requería un extra de contundencia, a la que jamás recurría. Cuando años después leí su poesía, vi su poesía. Creía escuchar cómo la recitaría si lo hubiese tenido delante. No sucederá tal cosa. No hace mucho supe que había fallecido. Regresé a ese libro que andaba por casa. Tardé en dar con él. Me entusiasmó que estuviera junto a una pequeña antología de Mallarmé y Campos de Castilla, de Don Antonio Machado. Me apenó que no supiera que su alumno escribiera y amara la poesía al modo en que él lo hacía. Tal vez ni me acerque a su apasionamiento por las letras. Su poesía, releída, me parece hermosísima. Barroca, lúbrica, mística, griega. Decía cosas que habría querido decir yo, versos que yo nunca escribiré. Escribía con la memoria y con la sensibilidad, con toda su cultura enorme y con su magisterio de la palabra. El cuerpo era un pájaro azul que canta en el vientre, un antídoto contra las mariposas de la locura. Seguiré en adelante citándolo. El cuerpo de la amada sabe a licor de jazmín y a naranjos en la noche lasciva. Lo desnudan lenguas de luz, crepita de rumores y de trinos del día. Tus pechos (él elegía "ubres", más carnalmente) son como rosas grávidas de rocío. Cuando quería, era críptico Manuel, dionisíaco y homérico o expresionista y abstracto: no había nada que no pudiera contribuir a la construcción del poema. Recuerdo que la palabra "clámide", tan preciosa ella, me la enseñó él. Una clámide regia, nutricia, benigna, exultante, cornamusa, eucarística, escribía. También me mostró crátera, telúrico, cúfico, proceloso, ojizarco, ónice, peplo, votivo, élitro, Véspero,  hímnico. De su poesía supe que los cuerpos crepitan, anegados en cósmicas mareas. Que la mujer huele a tomillo o que una lengua argentada la hace tañer como si fuese una herramienta del mismísimo Dios cuando congrega a sus hijos. El viento derramaba silbos de hojas sobre el adagio de un otoño enfermo. La noche, se preguntaba el poeta, celaba en sus ricos joyeles elixires que producían la calma. El día estallaba en claridad, en brisa, en olas y había una inminencia de mármoles, de cigarras y de pinos. Manuel compuso arabescos a Córdoba, la ciudad que lo acogió cuando dejó su Logroño natal. No tengo nada suyo que pueda ahora recordar fuera de la clase de Lengua y de Literatura y del libro de poesía que me hace recordar su figura grande, su tono resuelto, convencido de estar enseñando algo más que métrica o que metáforas. Supongo que era la vida lo que se aprendía. No sé si tuvo ocasión de leer algo mío en lo que se vea, en donde encuentre alguna luz declaradamente suya, como si la estuviese todavía proyectando y yo, joven, adolescente tembloroso, ávido de tanto, amparara, convirtiese en mía.

345/365 Manuel Tomás Sigüenza

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