I
Brilla la luna.
Sobrecoge el esplendor de su plata.
Oh, musas, concededme que sepa nombrar
la verdad de ese regocijo y mis palabras
ciñan un trono de pétalos
para las nupcias de la tierra y del aire.
II
Cae la manzana de la copa
en la que maduraba
como un himen
sin dedo que lo roce
ni semilla que lo invite
al incienso puro de la carne
deshecha en pálidos fuegos.
Un néctar de rosas
lo torna fragante
para que los amantes muerdan
el fruto intacto con labios nuevos.
Ese dulce asomo de pureza
en el pecho de la novia
invita a que se reten
los hombres y lo violente
el de belleza más entera,
cabal y resuelta.
La tormenta abate un árbol
y mi corazón se estremece
cuando se el ruido del cielo
se aleja y nadie conoce
el dolor de la tierra.
III
El amor, ya lo sabéis,
ese veneno irresistible y agridulce,
habré escrito en un poema.
Contempladlo cuando se pavonea
en los jardines, tomando de la mano
a quien le place, como un juego.
Aprended a recitar su canto.
Abrid el pecho y colocad
en su centro el miedo.
Dejad que se abisme
y no lo volváis a mirar nunca.
Tenedlo adentro,
oíd cómo gime.
Arrojad lejos la tristeza.
Nunca en adelante
os penetrará el dolor.
Seréis inmortales, seréis amados.
IV
Las golondrinas,
hijas del Rey Pandión,
han traído noticias oscuras.
Dicen que moriré
cuando partan.
V
Para que seas buena y amable conmigo,
deberás usar el vestido blanco crema
cuando me visites, Gongyla.
Tú, mi jinete, mi mujer de oro,
arcilla loca que en mis manos
crece como la niebla
en las calles del silencio.
VI
Ah, la aflicción,
el peso duro de la espera,
toda la próspera ilusión de que no ocuparás de nuevo mi lecho.
VII
El clamor de mi voz,
allá en la luz más pura,
reclama quien la acune
y en leve aleteo
surca el aire y me deja a mí,
temblando,
dulcemente ocupada
por el aliento de los dioses,
uncidos al fuego del amor
que en incierto zumbido
con su lengua me recorre.