Tal día como hoy, 25 de enero de 1675, el papa Clemente X emitió la bula de beatificación de fray Juan de la Cruz. En este documento solemne se reconocía la santidad del primer carmelita descalzo, fiel seguidor de santa Teresa de Jesús. La bula no solo destacó las virtudes heroicas y los milagros atribuidos al santo, sino que también oficializó su veneración pública bajo el título de Beato, marcando un hito decisivo hacia su canonización, que culminaría en 1726 por Benedicto XIII. El año próximo celebramos, por tanto, el tercer centenario de su canonización.
El camino hacia los altares de Juan de la Cruz no fue fácil. A diferencia de santa Teresa, quien fue canonizada en 1622, apenas cuarenta años después de su muerte, el místico de Fontiveros tuvo que superar numerosos obstáculos que retrasaron el reconocimiento de su santidad. Entre ellos, el pleito por la posesión de sus restos, la denuncia de sus escritos ante la Inquisición y la oposición de ciertos sectores dentro de la Orden, la llamada «línea doriana». Sin embargo, su momento llegó, y hoy se cumplen 350 años desde aquel primer reconocimiento oficial.
La beatificación y posterior canonización de fray Juan solo marcaron un punto clave para la espiritualidad carmelitana, sino que también subrayaron la universalidad de su mensaje. Su vida y obra siguen siendo una fuente de inspiración tanto para creyentes como para quienes buscan en él un guía hacia una experiencia espiritual más profunda y genuina.
Aquí compartimos el texto de la bula Spiritus Domini, escrita con el estilo solemne y ceremonial característico del barroco y de los documentos pontificios de la época. Al leerla, es inevitable preguntarnos: ¿qué pensaría el humilde descalzo ante esa autorización papal para que “sus imágenes sean adornadas con rayos o esplendores”? Es probable que en su rostro se dibujara una sonrisa, la misma que acompañó su constante llamada a una religiosidad interior auténtica y libre de devocionalismos superfluos.
Bula de Beatificación de Juan de la Cruz (traducción del latín)
CLEMENTE X, PAPA
PARA PERPETUA MEMORIA
El Espíritu del Señor, que no cesa de edificar la Iglesia triunfante en los cielos con las piedras vivas, según las riquezas de su infinita sabiduría y bondad, manifiesta a veces la santidad de algunos de sus siervos y elegidos —quienes han sido predestinados desde la creación del mundo para su obra y enriquecidos con los carismas de su multiforme gracia— mediante signos y prodigios. Esto lo hace para que aquellos que han recibido de manos del Justo Juez la corona de gloria imperecedera en los cielos sean también venerados en la tierra con el culto debido.
Entre estos siervos, brilló de manera singular el Siervo de Dios Juan de la Cruz, primer maestro de la Orden de los Hermanos Descalzos de la Bienaventurada Virgen María del Monte Carmelo. Siguiendo con diligencia las huellas de la santísima Virgen Teresa, fundadora de la misma orden, logró admirables triunfos sobre la carne y, no solo fue para sus compañeros un modelo digno de alabanza tanto en el magisterio como en el ejemplo, sino que también impregnó a toda la Iglesia universal con el perfume de las virtudes espirituales con las que la divina bondad le había colmado abundantemente.
Consideramos, pues, digno y apropiado que, mediante el ministerio de nuestra servidumbre apostólica —que la divina dignación ha querido que ejerzamos, aunque muy lejos de nuestros méritos y capacidades—, se proporcione oportunamente honor a él para gloria del Dios omnipotente, ornamento de la Iglesia católica y edificación de los fieles.
Por ello, habiendo examinado y deliberado con suma madurez y diligencia los procesos sobre la vida, santidad y virtudes tanto teologales como morales, practicadas en grado heroico por el mencionado Siervo de Dios Juan de la Cruz, así como los milagros que, a través de su intercesión y para manifestar al mundo su santidad, se afirmaron haber sido realizados por Dios, y después de escuchar el parecer unánime de nuestros venerables hermanos los cardenales de la Sagrada Congregación de Ritos, estos han determinado que podría procederse con seguridad, cuando lo consideremos oportuno, a la solemne canonización del mismo Siervo de Dios. Mientras tanto, se podría conceder que en todo el orbe se le denomine Beato.
Por lo tanto, nosotros, inclinados con benevolencia a las piadosas y fervientes súplicas de nuestro amadísimo hijo en Cristo, Carlos, rey católico de España, y de nuestra amadísima hija en Cristo, Mariana, reina católica de España, viuda y madre del rey, así como a las peticiones de toda la congregación hispánica de los hermanos descalzos de la Orden de la Bienaventurada Virgen María del Monte Carmelo, quienes nos lo han solicitado con humildad, y con el consejo de los mencionados cardenales y su unánime acuerdo, concedemos con nuestra autoridad apostólica, por el tenor de la presente, que el mencionado Siervo de Dios, Juan de la Cruz, sea llamado en adelante con el nombre de Beato.
Permitimos, además, que su cuerpo y reliquias sean expuestos a la veneración de los fieles (aunque no para ser llevados en procesión) y que sus imágenes sean adornadas con rayos o esplendores. Asimismo, autorizamos que cada año, en el aniversario de su feliz muerte, se recite el Oficio y se celebre la Misa en su honor como Confesor no Pontífice, conforme a las rúbricas del Breviario y Misal Romano.
Concedemos también que la recitación del Oficio y la celebración de la Misa mencionados se lleven a cabo en los siguientes lugares: en el pueblo de Fontiveros, donde nació el Siervo de Dios; en el lugar de Úbeda, donde entregó su espíritu al Creador; y en la ciudad de Segovia, donde reposan sus venerables restos. Esto se aplica a todos los fieles de Cristo de ambos sexos, tanto seculares como regulares, que estén obligados a rezar las horas canónicas, y en toda la Orden mencionada de los Carmelitas Descalzos, así como en toda la Orden de la Bienaventurada Virgen María del Monte Carmelo, incluyendo tanto a los hermanos como a las monjas. En lo que respecta a las misas, también a los sacerdotes que pertenezcan a las iglesias de esta orden y religión.
Por otro lado, permitimos que en el primer año desde la fecha de estas letras —y en las Indias, desde el día en que estas letras lleguen allí—, se celebren solemnemente los actos de beatificación del mencionado Siervo de Dios con Oficio y Misa bajo el rito doble mayor en las iglesias de los lugares, ciudad, religión y orden mencionados, siempre que dichos actos hayan sido primero celebrados solemnemente en la Basílica del Príncipe de los Apóstoles en Roma, para lo cual asignamos el día 21 de abril próximo.
Todo lo anterior no obstante las constituciones, ordenaciones apostólicas y decretos emitidos sobre la no veneración de personas no canonizadas, y cualquier otra disposición en contrario. Ordenamos, además, que las copias de estas letras, incluso impresas, que lleven la firma del secretario de la mencionada congregación de cardenales y el sello del prefecto de la misma congregación, tengan en todas partes el mismo valor que las presentes letras si fueran exhibidas u observadas.
Dado en Roma, en Santa María la Mayor, bajo el Anillo del Pescador, el día 25 de enero del año 1675, quinto de nuestro pontificado.
J. G. SLUSIUS. (Hay un sello).