Da igual cómo lo llamen. Si Mosh Pit, Circle Pit o Wall of Death. En los treinta y tres años que llevo de conciertos —ya sean aislados o en festivales— he presenciado cientos de esas manifestaciones brutales, intensas y sobrecogedoras.
Cuando era joven también participaba y siempre cumpliendo las reglas. Primero: nadie mete a nadie en la vorágine a traición. El que se mete es por voluntad propia y sale del centrifugado o colisión humanas cuando quiere. Segundo: si alguien cae durante la barbarie no pasamos por encima ni lo barremos cual despojo: levantamos el cuerpo, comprobamos que sigue con vida y lo apartamos (todo eso en segundos).
Lo antedicho, con según qué grupos ese respeto por la vida y la integridad física no se da como debiera, pues se desata una especie de Capoeira letal cuya premisa es: si te metes, tú mismo. Es tal el nivel de salvajismo, que a veces el cantante ha de intervenir para apaciguar a las bestias. Sobre todo ocurre en salas pequeñas convertidas en ollas de presión.
Pero lo que entraña verdadero peligro es cuando estás en el supermercado en hora punta, y una cajera anuncia, sin mirar a nadie en particular y con el miedo en los ojos, que nos pongamos por orden de cola en la caja que va a abrir.
Ahí no hay quien te salve ni camaradería alguna.