El otro día, caluroso y denso, estaba escribiendo una entrada a una hora muy avanzada de la noche, cuando de pronto se interrumpió el suministro eléctrico, y me sumí con cierto sobresalto en la más absoluta oscuridad. Aquello me molesto sobremanera, pues estaba teniendo una comunión con el teclado que no se da con mucha frecuencia.
Ya me entendéis: la entrada parecía escribirse sola, y se me escapaba de las manos como si tuviera vida propia, ávida por verse impresa en la hoja en blanco del Word.
A todo esto, tampoco tenía el móvil a mano para ponerlo en modo linterna, ya que la ausencia total de luz es muy incómoda, a no ser que quieras dormir, o aislarte por voluntad propia de toda sensación de realidad, lo cual a veces —todo hay que decirlo— es del todo conveniente. Pero joder, aquel no era el momento.
Entonces empezaron a producirse los sonidos. Primero fueron los típicos crujidos de asentamiento, leves y generalizados, propios de las edificaciones recientes, pese a que la construcción de mi bloque data del año 2002. Supuse que todavía tenía que pasar más tiempo para acabar de asentarse.
Supuse que quería tranquilizarme.
Luego, los ruidos que siguieron provenían de la cocina y eran del todo reconocibles: las sillas —aunque no sé si las cuatro que hay— estaban siendo arrastradas. Empecé a echar miradas nerviosas en la oscuridad, y claro, no veía nada, salvo las típicas alteraciones ópticas nada halagüeñas, que se producen cuando contemplas la negrura absoluta en la más completa soledad.
Al rato de un silencio opresivo, justo cuando empezaba a dudar de mis sentidos, oí el claro tintineo de las copas que hay colocadas en las vitrinas del mueble del comedor. Así que, fuera lo que fuera aquello, estaba cada vez más cerca, y de seguir avanzando, en un momento u otro lo tendría en el umbral de la habitación en la que me encontraba.
Encima, la puerta estaba abierta. Parecía una puta invitación.
Yo tenía el oído aguzado al máximo, y los nervios crispados esperando no sé muy bien qué. Por mi cabeza discurrían ocurrencias muy sórdidas e inquietantes, y el silencio era de magnitud espacial. Entonces, detrás de la nuca sentí una profunda respiración asmática, que me hizo saltar de mi silla giratoria como un gato escapando de unas ascuas. Y justo cuando toqué suelo, el suministro eléctrico se restableció y el flexo del escritorio emitió su bendito haz de luz.
Me levanté al acto e hice una rápida exploración visual de todo el piso, encendiendo todas las luces a mi paso. Por supuesto, no encontré nada paranormal, y más calmado, me convencí de que las sensaciones auditivas que había experimentado, no fueron más que producto de la autosugestión, propiciada por el miedo atávico a la oscuridad que todos tenemos larvado en las entrañas.
¿Qué iba a ser, si no? ¿Algo invocado por mis últimas audiciones musicales mefistofélicas?
Ah, no, no, no.