Aquellas películas yankees de las décadas 40 y 50 me tuvieron engañado durante toda mi infancia. En ellas aparecía el teniente coronel Custer al mando del 7.º Regimiento de Caballería. En uno de los fotogramas desenvainaba su espada, y con ella indicaba la dirección y el momento en el que debían cargar contra los nativos norteamericanos.
Pasó el tiempo y con trece o catorce años escuché una canción de Anthrax del 87, que me voló la cabeza de tal modo que quise saber lo que decía y por qué. Entonces descubrí que el cantante, por parte de madre, pertenece a la tribu de los iroqueses, y que —oh, sorpresa— aquellas extensas llanuras teñidas con la sangre de siux, cheyenes y arapajós, no pertenecían a los invasores del uniforme azul, sino a los de la piel roja, que por lo visto, no eran tan salvajes y sanguinarios como los representaban.
Creo que fue a partir de ahí cuando empecé a no creer en nada y a cuestionármelo todo. Luego sigues creciendo y compruebas una y otra vez que la historia nunca es como la escriben los vencedores. Que a la verdad siempre tratan de sepultarla bajo toneladas de mierda ideológica y tendenciosa.
Y que para dar con ella hay que bucear mucho en la chatarra, y hacerlo con la mente descontaminada y en blanco.