Éramos seres no muy inteligentes, domesticados por todo un código de normas y legislaciones desiguales. Animales más o menos desarrollados, con toda una variedad de tecnología a nuestro servicio de la cual no nos sentíamos esclavos. Criaturas ingenuas que creíamos vivir en urbanizaciones seguras, a salvo de cualquier eventualidad.
Éramos felices, más o menos, pero entonces sobrevino el Gran Apagón.
Ocurrió el día más impensado de nuestras vidas vulnerables e insustanciales. Como la muerte súbita en plena juventud cuando crees que nada puede vencerte; como el accidente mortal que evitará que cumplas los treinta por precavido que seas; como el hijo de puta que intentará cortarnos el cuello a ti o a mí, cuando salgamos de nuestra colmena a la calle para tirar la basura.
Como ocurre con cualquier hecho no deseado.
Con las primeras luces del día no nos pareció de importancia capital que tres millones de personas nos quedáramos sin suministro eléctrico. Aunque con la llegada del atardecer, unas cuantas miles de almas ya se habían sumido en la más honda desesperación por no poder conectarse con su yo virtual. Era trágico tener las redes desatendidas durante tantas horas.
Cuando llegó la noche la oscuridad cobró un matiz nunca antes experimentado, y la ciudad mostró un rostro descorazonador y siniestro, de gigantescos edificios sin luz erguidos como sombras deformes entre las farolas y los semáforos apagados. De iglesias más tenebrosas de lo acostumbrado, y parques solitarios embellecidos por la tiniebla.
Generadores de emergencia se activaron en búnkeres de barrios ricos, en habitaciones del pánico, hospitales, bancos y demás puntos favorecidos y estratégicos. Miles de personas desconocidas entre sí, quedaron atrapadas en la oscuridad asfixiante de los ascensores y las líneas de metro. Otras, atascadas en las calles dentro de sus vehículos, maldiciendo con las manos al volante mientras se ahogaban en la cacofonía de los cláxones. Muchedumbre irritada aullando por todos los rincones, sobrepasada por una situación cada vez más desquiciante.
Bastaron unas pocas semanas para que la ciudad entera se ahogara en gritos de ayuda, dolor y odio. Poco después llegaron los suicidios y los disparos; los saqueos y los incendios. Muchos de nosotros aún conservábamos la cordura y tratamos de escapar a las urbes vecinas, pero descubrimos que el Gran Apagón se había extendido más allá de nuestras fronteras como un mar de lava insaciable.
No recuerdo muy bien en qué momento se desmoronaron nuestros dioses y todo aquello en lo que creíamos. Quizá cuando el Gran Apagón acabó con Internet y nos colocó desnudos frente al espejo, forzándonos a conocer quiénes éramos de verdad.