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379. El Gran Apagón 2

Publicado el 23 septiembre 2024 por Cabronidas @CabronidasXXI

    Como de costumbre, llegué justo a tiempo de interrumpir la célula fotoeléctrica que controlaba las puertas del ascensor. Como siempre, tú ya estabas dentro, y sin apenas mirarme volviste a poner cara de circunstancias. Yo te ofrecí la misma sonrisa de disculpa de otras veces —nada convincente— y pulsé el botón 23. Tú ya habrías pulsado el 18, y aquel par de lucecitas digitales resplandecieron mortecinas en comparación con el brillo de nuestras miradas huidizas.

    Aquel fue un breve ritual cotidiano que se estuvo sucediendo todas las mañanas de los últimos quince meses, exceptuando sábados, domingos y festivos. Todavía quedaban trabajos normales no del todo esclavizantes, pese a que también destemplaban el sistema inmunitario y disminuían las ganas de seguir, aunque no supiéramos muy bien hacia dónde. 

    Las puertas de acero inoxidable se cerraron, y la cabina de metacrilato pulido inició su ascenso vertiginoso, indiferente a nuestro comportamiento silencioso y civilizado, para dejarnos allí donde nos aguardaban nuestras obligaciones anodinas y mal pagadas. Un lugar de trabajo, en esencia como cualquier otro, donde campaba la mansedumbre y nuestra paciencia era puesta a prueba una y otra vez. 

    Pero de repente algo falló.

    El ascensor produjo una pequeña sacudida, los motores eléctricos languidecieron como enfermos terminales, y nuestros estómagos se contrajeron por la desaceleración. Luego, la luz blanquecina de la cabina se extinguió con un breve parpadeo, y cobró vida la leve iluminación ambarina de emergencia.  

    Estábamos atrapados.

    Nos miramos a los ojos por primera vez y no pudimos reprimir una sonrisa de compromiso. Ya sabes: dos perfectos extraños atrapados en un ascensor. La mayoría de las veces la realidad era el pasaje del terror, pero otras pocas podía ser una película no del todo racional revestida de poesía. Aunque ahora mismo no intuyéramos qué clase de final nos tenía reservado el destino.

    Tras unos segundos callados, rompimos el silencio con frases de obviedad cinematográfica. «¿Estás bien?», «no creo que dure mucho», «vaya contrariedad», «¿cómo te llamas?», «¿eres claustrofóbica?», «¿cuánto hace que trabajas aquí?», «¿cómo es que nunca hemos hablado?». Fue nuestra primera conversación de verdad, colgados de la nada mientras que sin saberlo todo cuanto conocíamos cambiaría para siempre.

   Al cabo de un rato decidimos descalzarnos, sentarnos en el suelo y continuar con nuestra peculiar situación imprevista. Entre otras cosas mundanas, descubrimos que nuestros gustos sobre cine, música y literatura eran contrapuestos. Tú leías a Paulo Coelho y yo no podía aguantarle ni cien páginas. Detestabas a Michel Houllebecq y a mí me encantaba. Y grupos musicales como Benighted te parecían basura, entretanto tus admirados Coldplay me aburrían como nada en el mundo.

    Pasaron las horas y dejamos de ser dos desconocidos, a ser dos conocidos que apenas tenían nada en común. Eso no impidió que tu mano y la mía se buscaran hasta cerrarse la una con la otra en un nexo de calor. Llevábamos demasiado tiempo atrapados y no sabíamos qué estaba ocurriendo fuera. Ni cómo terminaría. «Tengo miedo», murmuraste. Y yo te deseé en ese mismo momento, pero solo me acerqué a ti y te besé, porque quizá mañana ya era tarde para cualquier cosa. 

    Y porque yo también tenía miedo.



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