Imagina que frente a ti hay un cubo de basura. Está lleno de inmundicias, restos y desperdicios nauseabundos, de esos que no soportas. Si te digo que metas la mano hasta el fondo: ¿Lo harías?
Me aventuraría a anticipar que la respuesta sería un no rotundo.
¿Y si te digo que en el fondo del cubo hay un cofre donde está lo que más ansías en este momento? (Estamos hablando de algo que necesitas realmente, que puede ser amor, trabajo, reconocimiento, familia, autoestima,...). Supongo que en este caso, al menos, te lo pensarías. De hecho, si realmente necesito lo que contiene ese cofre, yo apostaría por que lo haría. Más tarde que temprano, a disgusto, con variadas expresiones de asco y desagrado,... pero metería la mano.
Los valores son nuestras guías de vida. Un valor personal es un criterio que nos orienta en nuestro camino, al considerarlo como una cualidad deseable. Un fin hacia el que tender, que quizá nunca alcancemos, pero nos inspira, y sobre todo, nos hace sentirnos bien con nosotros mismos. Entroncan con el concepto aristotélico de la vida buena, una vida significativa, y tienen que ver más con la gratificación (puesta en práctica de nuestras potencialidades) que con el placer (satisfacción de nuestros deseos) .
Cuando el cubo está vacío, cuando no tenemos conflictos ni dificultades en la vida, meter la mano es una decisión tan simple como pestañear. De hecho, creo que ni siquiera se podría denominar decisión, porque realmente hay poco que valorar para tomar tal elección. Pero todos sabemos que la existencia viene definida por el cambio, está en continua evolución, y además, ese devenir, en más ocasiones de las que quisiéramos, se torna imprevisible. La vida no siempre es fácil, y es en estas situaciones, cuando hemos de enfrentarnos a la adversidad, el momento en que los valores nos ayudan a mantenernos, nos aportan las vitaminas suplementarias para afrontar con la mayor entereza posible dicha situación.
Si algo merece la pena para nosotros, nos esforzaremos, soportaremos (incluso sufriremos) lo necesario para lograrlo. Y para este propósito es para lo que debemos prepararnos en la vida. Hemos de entrenarnos para enfrentar las eventualidades o infortunios, no para tratar de evitarlos. Entre otras cosas, porque en infinidad de ocasiones, serán imposible de eludir.
En este sentido, lo que nos arma, lo que nos permite soportar las contrariedades y fatigas es saber por qué lo hacemos. Ser conscientes de que sufrir y aguantar tiene un sentido, algo que nos merece la pena. Y nos merece la pena a nosotros, no a otros.
Ese es el motivo por el que una madre en el campo de refugiados renuncia a su comida para dársela a sus hijos, por el que las personas aguantan a un jefe intratable o una condiciones laborales infames, o por el que el héroe de cualquier historia afronta penalidades y calamidades. Ya sea Frodo y el anillo de poder, ya sea el Quijote a lo largo de todas sus tribulaciones, ya sea Marco aventurándose desde los Apeninos a los Andes. Todos ellos afrontan padecimientos y sinsabores para lograr algo que les es valioso: Marco por estar con su madre, Frodo por luchar contra el mal, Quijano por ser un caballero andante.
Al realizar este ejercicio voluntad me estoy autoafirmando, me defino (y a le vez me diferencio de otros), siendo honesto conmigo mismo. El resultado es que, al poner en marcha estos recursos personales, estoy aprendiendo y creciendo como persona; en definitiva, estoy siendo (más) yo mismo.