El público gritaba aterrado cuando uno de los mostachudos bandidos disparaba su arma contra ellos. Esta escena tenía lugar en 1903, el cine estaba naciendo y la película The Great Train Robbery establecía un hito cinematográfico. Cambios de plano, acción, sorpresas… lo que directores como Michael Bay han elevado hasta la nausea anfetamínica en cintas armaggedonianas. La fábrica de sueños de hace un siglo proyectaba un mundo sepia mucho más colorista y vivaz que el real con emoción, sorpresas y risas. Los cines (teatros, por aquel entonces) eran la vacuna que inmunizaba contra la tristeza, y el primer plano del bandido, una inyección tan cándida como efectiva de adrenalina.
La industria cinematográfica tridimensional toma las riendas de las cintas pioneras que curaban el aburrimiento. Las productoras han sido conscientes de que ninguna sala es comparable al sofá en tiempos de aislamiento colectivo. El espectáculo se disfruta ahora, mayormente, tumbado ante una inmensa pantalla plana, sin escuchar al vecino de butaca al que le gusta relatar lo obvio -¡Qué grandes dobladores de documentales se han perdido!-.
Para desincrustar a los nuevos cinéfilos del sofá, el cine ha tenido que pasar, necesariamente, por un lavado de cara. Se ha rescatado el remozado formato 3D cuyo máximo exponente es la espectacular Avatar, de argumento nulo pero estética y técnica sublimes. Los cines, calculadora en mano, incrementan el precio de las entradas que ya costaban un riñón (el otro riñón se entrega con las palomitas).
El cine 3D, y Avatar especialmente, muestran la incongruencia de los taquillazos de filosofía ecológica y factura multimillonaria, filmes que no recaudan precisamente para salvar bosques, sino para llenar salas -y ahora hogares- con gafas de plástico. Cuando se nos escapa alguna lagrimilla no pensamos que el singular y poético mundo de Pandora se fabrica con petróleo, tala árboles y construye mansiones. Pandora es un Vergel de oxígeno pixelado.