Este primero de abril se cumplirán cuarenta años de la muerte del escritor Miguel Espinosa Gironés, hendido por el rayo, en términos machadianos, tras sucumbir su lastrado corazón ante un infarto de miocardio. No es de esperar que los responsables culturales de esta Región conmemoren la efemérides con acto alguno, por nimio que este sea, ya que la cultura dejó de ser tarea apremiante para nuestros gobernantes desde hace ya demasiado tiempo, convirtiéndose en una especie de ‘maría’ para un Ejecutivo que hasta fue capaz de entregarla a alguien, sin marchamo de garantía alguna, a cambio de un puñado de votos espurios.
Sostiene el que fuera profesor de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Murcia, José López Martí, con quien tengo pendiente una charla que confío en poder llevar a cabo ante un café más pronto que tarde, que, cuando se reunía con su amigo Miguel Espinosa, el tema de sus conversaciones solía ser, casi siempre, “el hablar mismo” y que nunca “nadie ha sido más escritor y lo ha parecido menos”. Un clásico que escribía mientras vivía y tecleaba en la máquina Olivetti “lo que ya había escrito en su cabeza”. Para el poeta y también profesor Eloy Sánchez Rosillo, el personaje de Espinosa era “parecidísimo a los de sus libros”. En especial, y en eso coincide con López Martí, al Eremita de ‘Escuela de mandarines’.
Pero hay una faceta de Miguel Espinosa que nunca debería pasar desapercibida, transcurridos todos estos años. A su incuestionable valor literario, no suficientemente calibrado por los editores y la crítica durante su ejercicio, se une el factor humano. Hace años, el escritor y periodista Antonio Parra publicó en la revista ‘Postdata’ un artículo en el que daba voz y protagonismo a uno de los camareros de aquel local irrepetible, en esa Murcia perdida para desgracia nuestra: el café-bar Santos, lugar habitual de tertulias no solo literarias. Aquel hombre le confesó que Espinosa había escrito buena parte de su ‘Escuela de mandarines’ sentado en una mesa del establecimiento y que tardó casi una década en finalizarla, aunque sus primeros esbozos los realizara a mediados de los cincuenta. Y que, muchas veces, ante la escasez de efectivo, él le fiaba los cafés. Pasado el tiempo, cuando la novela vio la luz y obtuvo el prestigioso Premio Ciudad de Barcelona en 1974, el escritor solía pasarse de cuando en cuando por el Santos y le entregaba un billete de mil pesetas, mientras le decía con voz queda: “Toma, Antonio, a cuenta de aquellos cafés”. Su amigo íntimo, López Martí, siempre ha mantenido que Miguel sabía tratar a cada persona según se merecía: “No tenía nada y era como si lo tuviera todo”.
Miguel Espinosa murió, a los 55 años de edad, el 1 de abril de 1982 de un infarto agudo de miocardio, como en 1943 le ocurriera a su padre, cuando el futuro literato tan solo contaba con 17 años, una circunstancia que marcaría el resto de su existencia. Puesto en valor en su día por personalidades de la talla de Enrique Tierno Galván, José Luis López Aranguren, Manuel Fraga, Gonzalo Sobejano, Rafael Conte o Juan Ramón Masoliver, a nadie se le oculta que los “mandarines provincianos”, a los que se refería en su obra vertebral, siguen aún vigentes. Espinosa no solo padeció la incomprensión de una época, con la que se mostró muy crítico, sino que, pasados los años, nada nos predispone sobre la certeza de que hoy fuera entendido por quienes rigen los destinos de esta contemporánea sociedad de forma, a veces, tan atolondrada.
Desde una cierta concepción libertaria, el autor ahondaba en dejar patente las mentiras y, lo que es más importante, en combatirlas, como una especie de adelantado a la hora de luchar y enfrentarse contra eso que, con un anglicismo tan de moda, se denominan ‘fake news’. “Las censuras desaparecían, se rendían ante él”, observó una vez durante un foro literario el profesor López Martí. Fue cuando Espinosa nos hablaba de aquel reino de la Feliz Gobernación, paradigma que parece repetirse en nuestros días, con una pléyade de políticos instalados en su condición de clase, los más ineptos a diestra y siniestra, posiblemente, para una de las más pésimas y graves etapas en nuestra historia más reciente.