En el fondo de la piscina, buceando sin mucho estilo o sencillamente ejerciendo una apnea frívola, como de submarinista novicio, pienso en todo lo que hay arriba, por encima del agua; pienso en el ruido y en el caos de los que aquí abajo no tengo noticia alguna; pienso tozudamente, sin que nada me aparte de esa idea de pronto trascendente, en la realidad a la que pertenecemos y a la que rechazo ahora, un poco juguetonamente, por entretenerme más bien, considerándola, la ficción que a veces encuentro en los libros o en las películas. Se nos tendría que haber concedido una condición anfibia, aunque solo fuese para permanecer así, bajo el agua, perdido en uno mismo, contemplando la nada azul que desinteresadamente nos retiene. Si el dios en el que algunos creen hubiese comprendido algo de lo que se tenía entre manos, en ese instante molecular y pristino en el que abrió todos los prodigios y los repartió a destajo, estajanovista, en una epifanía de generosidad, habría dispuesto un sofisticado sistema de ventilación a la criatura recién alumbrada y la habría dejado elegir entre la tierra firme, el agua voluble o una mezcla alegre de ambas. No ha sido posible nada de esto. Por eso el búnker es el agua. Por eso acude uno a ese limbo accesible, levísimo, en el que discurre sin las ataduras físicas del aire, ingrávido y fiero, como una burbuja a la que de pronto se le hubiese (ahora sí) administrado la facultad de la inteligencia. Como un tripa materna. Abajo (ya digo) no se piensa al modo en que se hace arriba. Todo el oxígeno del que nos hemos abastecido se reparte de una manera morosa por el cuerpo. No se da prisa, no se inquieta por llegar tarde a lugares a los que antes acudía con presteza. Y el cerebro, ah el cerebro, se concentra en sí mismo, en su función primordial, en pensarse, en tener toda la máquina de la que es encargado a rendimiento pleno, a satisfacción de su dueño. Como si el dios del que antes daba yo una pincelada creacionista, ahora pusiera su empeño único en hacer una especie de balance de sus actos y durante cuarenta segundos (el Chesterfield y la baja forma física me impiden acometer inmersiones de más fuste) dejase de ser Él mismo y fuese otro, de una naturaleza distinta, incapaz de comportarse como antaño, libre y resuelto, concentrado absolutamente en entenderse. Luego viene el aire, haciendo acomodo en los pulmones. Luego vendrá el viernes.