Hace muchos años que no veo a la Dama Blanca. En el pasado no fueron pocas las veces que se cruzó en mi camino, aunque dadas mis amistades de aquel entonces tampoco pudo ser de otra forma. Ahora mismo, por mucho que me empeñe, no logro recordar si me la presentaron o la conocí de forma casual. En cambio, por mucho que el tiempo pasa, no olvido lo mal que me llevé con ella desde el primer día que la conocí.
Mientras que yo me negué a sus encantos desde el principio, la mayoría de los que la conocieron se enamoraron de ella al instante. Muy pronto se dieron cuenta de que era una dama muy extravertida que se dejaba adorar sin reservas con la frecuencia que fuera, cualquier día del año a cualquier hora. Por lo que durante los primeros años de relación —siempre cara y clandestina—, se convirtió en compañera indispensable en todas las fiestas y reuniones.
Con todo, pude comprobar desde fuera lo tramposa que era con sus amantes, sin hacer distinción de sexo, raza o condición social. Los manipulaba a su antojo hasta el punto de conseguir que se enfrentaran entre ellos, o incluso contra mí, el infiel que la rechazaba una y otra vez. Delante de mis narices, con viscosa lentitud de gusano, llegó a transformar sus mentes y sus vidas sin que se percataran de ello.
Las navidades pasadas, después de varios años, vi a tres de sus enamorados de forma casual. Apenas había en ellos algo de lo que una vez fueron. Tan solo eran carcasas envejecidas antes de tiempo, de ojos vacuos y amarillentos. Lo único que seguía igual era la recurrencia a la Dama Blanca. Claro que, a saber desde cuándo, ya no había risas, diversión ni vitalidad.
Solo la necesidad pura y perentoria de cobijarse bajo su falda una vez más, en lo que ya era un divorcio imposible entre ellos y ella.