Eran las ocho de la tarde y la orgía de luz navideña funcionaba a pleno rendimiento en la ciudad podrida. Yo era uno más de la marabunta que atestaba las calles dirección a ninguna parte; desapercibido, solo y muy abrigado. La masa de humanos hormiga discurría con obstinación sincronizada a la salida y entrada de los comercios, grandes y modestos, con un objetivo claro y común. También había numerosos rebaños de adocenados humanos oveja, consumiendo en los bares y poniéndose al día de banalidad y nada.
Sin saber muy bien por qué, me detuve frente a un gran escaparate en el que se exhibía un variado surtido de juguetes de gran realismo. Contemplarlos me trasladó a mi infancia. Un poco más allá, otro escaparate ofrecía telefonía móvil de la más versátil, y regresé de mi infancia con un recuerdo sobre un documental emitido en televisión, sí... Juguetes ensamblados por niños orientales, cuando no congoleños para la extracción de cobalto, a cambio de un cuenco de arroz o un sueldo miserable.
En un gesto inconsciente me llevé la mano al móvil, cuyo precio de pronto me pareció obsceno, y suspiré hondo como si así pudiera alejar de mí una mala sensación. Luego calmé mi conciencia pensando que, a fin de cuentas, yo no era culpable de la explotación infantil, además de que China y el Congo eran lugares muy lejanos de mi cómoda vida. Al final proferí una retahíla de blasfemias que harían palidecer a Satán, y continué mezclándome entre la basta aglomeración de consumidores oveja y hormiga.
Pese a lo alejado que estaba de mi elemento, yo tiraba más a cabra montés. Encima sonaba por un altavoz Navidad, dulce, Navidad, y tenía que hacer grandes esfuerzos por no embestir a nadie.
Llegué a la calle centro, larga y ancha, y muy atiborrada. Había una zona concreta del tamaño de una cama de matrimonio, por la que salía un aire tibio a través de un enrejado del suelo. Era un lugar estratégico para la supervivencia invernal, por lo que en épocas de frío siempre estaba disputada por muchos indigentes. Al igual que yo, uno de ellos llevaba un gorro de lana embutido hasta las orejas. Al igual que nadie, a su lado tenía dos cartones de vino arrugados, sostenía un tercero con mano vieja y temblorosa, y parecía estar borracho.
Y qué. En esta sociedad del todo fallida se bebe y está más que aceptado. De hecho, en este mes en el que parece que hay mucho que celebrar, más que en ningún otro. Así que él también bebe, y más de la cuenta, como muchas de las personas que pasan por su lado y se burlan, o lo miran como si fuera Gregorio Samsa en sus últimos días. Y brinda como lo harán dentro de poco otros muchos afortunados en el calor de sus casas. Solo que él lo hace con el aire, cartón de vino en alto, empujado por razones que seguro distan mucho de las nuestras. O ni siquiera eso.
De pronto tuve que irme de allí por no cornear a toda esa gentuza. Eran malos tiempos para el respeto y la empatía, y encima ese puto villancico no paraba de sonar en todas partes, joder.