Había llegado el momento. Las mesas de millones de hogares dispares ya estaban preparadas. En algunas se exhibían platos acordes con nóminas tercermundistas y modestas, que serían devorados con la cubertería corriente de todos los años. En otras, se desplegaban banquetes de barroquismo insultante, que serían acometidos con la cubertería carísima destinada para estas fechas.
Con todo, se trataba de juntarse con los seres queridos y no tan queridos, y entre bocado y bocado vino va vino viene, que el espíritu de la falsa concordia imperase entre risas impostadas y actitudes infantiles. Era pues la cena de la paz y el amor, y cumplir con la tradición exigía ciertos sacrificios.
Los hambrientos comensales estaban dispuestos. Unos, a la espera del mensaje del parásito anacrónico de la nación, Bobo Solemne, hijo de Simpático Holgazán. Otros, a cualquier otra cosa más digna y necesaria que no afectara a la salud ni a la digestión. Algo bastante difícil de conseguir con la tele encendida.
Pero entonces, sucedió.
Los honorables abuelos Onesiforo y Clodoveo, tambaleantes por el alcohol ingerido más que por la edad, por fin resolvían sus diferencias ideológicas en medio del salón a golpes erráticos de cayado.
En otro hogar, la suegra Cancionila y la nuera Quiteria, disconformes con quién debía ser la heredera de la fortuna familiar, se batían en duelo encarnizado en medio del pasillo al más puro estilo quinqui, asiendo por el cuello las botellas rotas de anís de baja calidad que se habían pimplado.
En otra familia, los cuñados Isacio y Lupicino, uno merengue hasta la médula y el otro culé hasta las entrañas, confrontaban la honorabilidad del palmarés de sus equipos a mandobles de cuchillo jamonero, saltando de un mueble a otro como Jedis encocados. Ambos sangraban en abundancia.
En otra casa, las tías Riciberga y Radegunda, obesas y de voracidad insaciable, se disputaban como embrutecidas luchadoras de sumo la última pieza de cordero lechal anegado en salsa de frutos del bosque, con sus nueces y todo.
En otra vivienda, el suegro Evelásio entraba en coma irreversible por una sobredosis de polvorones esteparios, empujados gaznate abajo por el yerno Ervigio con la escobilla putrefacta del retrete. Nunca era tarde para cobrarse la cuantiosa deuda de aquella timba de póker de hace siete años.
Los hermanitos Pablito y Sarita presenciaban cómo papi y mami discutían de nuevo sobre los trámites del divorcio, sin quedar del todo claro quién de los dos progenitores sería el primero en arrancarle el cuero cabelludo al otro con la espátula de untar el paté de oca.
Y poco a poco, incapaz de perdonar, el espíritu humano se fue imponiendo al navideño en sus excesos de toxicidad, odio y locura, extendiéndose durante toda la noche hasta colapsar el país entero. Las zambombas enmudecieron y nadie pudo escapar del caos.
Sin duda, nos esperaba un 25 de diciembre de lo más dulce.