La sala no es que fuera muy grande, pero sí lo suficiente para tener que acercarme hasta el escenario si quería saber qué llevaba en la cabeza el guitarrista de la banda Miruthan. Desde donde yo estaba, me parecía la cofia de una monja, y a media distancia me pareció una mitra. Pero no podía ser tal porque se prolongaba por encima de la cabeza y hacia atrás en dos vértices romos bastante pronunciados.
Cuando llegué al escenario, vi con total claridad que era una caja torácica encasquetada al revés, en cuyo esternón había sujeto un pequeño cráneo de mamífero. El bajista, en consonancia con su compañero de las seis cuerdas, exhibía un largo collar engarzado de pequeños huesos y piezas dentales, mientras que del lado izquierdo de la cadera del cantante colgaba una médula espinal.
Aparte de las túnicas negras, el resto de integrantes también mostraba su predilección por la osamenta humana y animal. No así como la corista, que fusionaba sus desgarrados registros vocales con los guturales del cantante, al tiempo que alzaba un viejo libro de cuero que sostenía abierto con una mano.
Fueron todo un descubrimiento, oh, sí, claro que sí.
