Un mamarracho acuchilló a una chica en un parking exterior aledaño a una zona residencial. Toda la comunidad de vecinos, agrupada como una sola voz y una sola persona, se escandalizaron pues el que más y el que menos conocía al homicida y a la víctima. Pese a que todos somos cobardes y nos ocupamos de nuestros propios problemas y los ajenos los miramos de refilón y con fingido interés, increíblemente, gracias a la valentía de un vecino se detuvo al malnacido. Como es normal y cabe esperar, la vecindad expresó su repulsa en airadas exclamaciones: «¡Hijo de puta! ¡Asesino! ¡Por Dios, si es que se veía venir!».
La chica murió y como ya se sabe, las palabras no resucitan a los muertos y muertos se quedan. Como manda un protocolo no escrito, toda la barriada se solidarizó de buena fe en un acto mezquino y morboso pero no por ello malintencionado. En silencio y cabizbajos, adoptaron rasgos de pesadumbre y tragedia. Se depositaron flores en el lugar del acuchillamiento y se encendieron velas sobre la sangre seca. Entre sollozos y expresiones de dolor, se prometió por siempre mantener vivo su recuerdo. Siempre.
Sí. Ya. Claro.
Se acercan las fiestas del barrio y el aparcamiento exterior donde ocurrió el asesinato es el lugar donde montan la verbena. Ya nadie llora y la amargura se ha esfumado dando paso a la predisposición al festejo. Ya nadie sustituye las flores que marchitas desde hace días y días se las ha llevado el viento. Ya nadie enciende las velas para mantener viva la llama del recuerdo de aquella chica. Total, ¿para qué? Los que todavía quedan olvidan pronto y hay que seguir viviendo. Donde el cuchillo se ensañó con la carne de una inocente, reirán los vivos y bailarán los borrachos.