Este es el día 4 de 365 días de escritura.
Viaje a Banyoles
Sonido 1. El silencio
El pueblo es tan silencioso que incluso me da temor ensuciarlo con mis pisadas. En el interior de la iglesia, la ausencia de sonidos parece tener nombre propio. No creo que haya un dios por religión, ni cientos, pero es innegable que dentro de los templos existe un fluir de fuerza que está de incógnito y me provoca escalofríos y temblores. Por ejemplo, el sonido de las hojas al pasarse se hace atronador. Rasga el aire detenido. Las melodías de la placita irrumpen para enaltecerlo aún más. El pueblo está vacío: es de roca. Es día sábado y la hora de la siesta y no se siente a nadie alrededor (esa sensación de que también las casas están vacías y estáticas, donde sus dueños detuvieron el movimiento de los objetos, el café haciéndose, la televisión prendida).
Hay una rutina antigua en los ancianos que vienen a arreglar al Cristo y a encender las velas. Son casi transparentes con sus pieles azuladas y andando lento. En las ciudades esto no existe— o yo no lo sé ver—.
Sonido 2. La guitarra
Nada más salir de la iglesia, retumba la melodía: una guitarra española punteando notas al aire. La música me devuelve a una de las placitas y tomo asiento en un banco frente a los artistas. Me sonríen y yo me ladeo al son de sus ritmos paganos. Me invitan, finalmente, a unirme.
—Curioso cómo la vida te lleva a cruzarte con personas que te gustan solo por un rato y después desaparecen—dice el guitarro.
Apenas hablamos porque lo importante no es lo que tenemos que decirnos.
—Soy de Madrid, de un pueblo.
—¿Es ahí donde hay campos de trabajo?
—No lo sé. Quizá.
—¿Tú tocas?
—Imposible. Es mi sueño frustrado, ser música (explicito: ser músico, de los que tocan, y también ser música, de la que se toca, ser melodía y andar libre por ahí).
—Entonces es que tú tocas con tu voz.
Otra canción, esta vez del floclore eslavo. Toca y sus dedos pasean libres sobre el mástil. Puntea y el acordeón se acompasa, y después el saxo pilla el ritmo y se ponen a tono.
—Nosotros somos rumanos y llevamos diez años juntos. Girona es grande, pero todos nos conocemos y nos juntamos a veces para tocar, cantar y beber. Como una gran familia.
Lucciano (lo escribiré así, ni siquiera estoy segura de que fuera su nombre real) vuelve a puntear. Yo fumo. Al borde de las campanadas, despierto del sueño y nos abrazamos.
—Adiós, buen día.
—Que os vaya bonito.
Volta a l’estany (vuelta al estanque)
Amo los lagos. La paz que otros encuentran en el mar o en las mezquitas, yo la encuentro en el agua contenida. Recuerdo cómo era Ohrid y la huella que me dejó para toda la vida: el cielo se convertía en un lienzo rosa cada atardecer y me daban muchas ganas de llorar. Pimi, siempre atento, me traía cafés que preparaba con ternura, otras veces chocolate o zumos. A lo lejos, Albania se oscurecía de a poco y yo siempre quería estar allí, al otro lado en vez de en este, viviendo otro viaje, otra vida, otro verano, pensando en mi techo de Barcelona y en sus estrellas hasta bien entrada la madrugada; quería estar en cualquier parte, excepto allí, pero los cielos rosas siempre volvían y volvían.
Este lago se le parece, porque también está rodeado por montañas enormes, masas de verdes llenos de pinceladas vangóghicas y cumbres picudas y desangeladas al fondo. Es casi verano y aún hay nieve.
Rodeo el estanque, en una vuelta que me lleva unas dos horas. Sin compañía, el diálogo se torna surrealista conmigo misma. Hay muchas familias con niños pequeños (¿será que yo no tengo ese fluir tan natural de la maternidad?), pienso en viajes a África y en los votos cíclicos que hacemos con uno mismo y con las personas que queremos, pienso en cómo un viaje a dos horas de casa —escapar, se llama—me devuelve toda una fiebre de la que muchos de nosotros estamos contagiados, y también en lo que se supone que uno debe hacer cuando se hace mayor y yo no tengo ni la más remota gana de cumplir. Una vuelta interesante.
Por último, pienso cómo los lugares se construyen a partir de sus símbolos: Banyoles es un lago, no hay duda, porque todo—las familias, los restaurantes, las actividades deportivas, los domingos con los abuelos— se ha configurado en torno a él. El kayak, los pescadores, los pequeñísimos embarcaderos escondidos donde me paro a leer y me termino un libro entero sin planearlo. Las lagartijas me mordisquean los dedos y se me suben las arañas.
El polen por todas partes, por toda la ciudad y todo el camino, como una capa de nieve de una suavidad cuadrangular. Copos por todas partes, bailando sobre los acordes.
Larga vida al lago.
(Ovaciones)