Es curioso cómo algunos números permanecen en la memoria de uno para toda la vida y otros, por mucho que se intenten recordar, se olvidan una y otra vez a pesar de usarlos con frecuencia.
Para llegar a la casa donde viven mis padres, en la que yo también viví hasta los 25, hay que subir exactamente 47 escalones. Están divididos en tramos de 11-8-2-8-8-2-8 escaleras y yo podría recorrerlas sin fallar con los ojos cerrados, de espaldas, a cuatro patas y después de haberme dado diez vueltas a la gallinita ciega.
Esos 47 escalones, que aún hoy subo y bajo casi a diario, se han quedado grabados para siempre, igual que el número de teléfono de los vecinos, a los que no he llamado en 30 años o más, pero que recuerdo, sin dudar, a la primera. Y se han quedado ahí a pesar de que una escalera puede parecer, en principio, algo poco importante.
Por esos escalones no corría, volaba, cuando llegaba la bendita hora de salir a la calle a jugar, los bajaba saltando de cinco en cinco, los subía de tres en tres, los volvía a bajar a la pata coja, trataba de recorrer un tramo entero de un solo brinco, me cronometraba a ver si era capaz de batir alguna plusmarca. También me arrastraba por aquellos mosaicos cuando me resistía a volver a casa porque traía algún disgusto en la mochila.Las subí y bajé tantas veces en mi condición de recadera oficial de mi casa que propuse la idea de tener una bolsita en el balcón atada con una cuerda para ahorrarme algunos viajes.
En esas escaleras me hice un esguince en el tobillo, me jalé de los pelos con alguna, me limé las posaderas deslizándome por la barandilla, lancé cosas solo por verlas caer y estromparse contra el suelo, tiré soldaditos atados a bolsas de plástico a modo de paracaídas, traté de bajar montada en la bici (milagrosamente, conservo todos los dientes), rodé haciendo la croqueta, bajé de culo dando tumbos, jugué al elástico y hasta hice el pino.
Fueron la sede oficial de las tertulias de después de cenar con mi amiga Vero, sentadas en el descansillo con los pies apoyados en la pared hasta que nos llamaban a gritos por el patio de la cocina. Alguna que otra vez esperé dando cabezadas a que fuera una hora decente para poder tocar a la puerta porque había perdido las llaves, jugué a las cartas, fumé por primera vez y me agazapé durante varios días esperando a que el cartero trajera la carta de faltas de asistencia del instituto para interceptarla antes de que llegara a manos de mis padres.
Esos 47 escalones me vieron bajar toda digna la primera vez que un chico vino a casa a buscarme, fueron punto de reunión de amigos durante varios años y también me guardaron algunos secretos de las miradas del vecindario.
Hace años que vivo en otra casa que, creo, tiene más escalones. No los he contado porque estas escaleras de ahora no las he vivido, solo las he transitado.