Este año se cumple medio siglo desde la instalación del primer cajero automático, que llegó a España un poco más tarde. Actualmente, la mayoría de las oficinas bancarias han eliminado buena parte de sus recursos humanos y obligan, literalmente, a realizar determinadas operaciones de forma automática, a través de un terminal de uso público. La banca telefónica, la operativa a través de internet y otros avances tecnológicos reducen considerablemente el número de sucursales y de empleados, siendo los propios usuarios colaboradores, más o menos voluntarios, de la entidad a la que confían su dinero.
Echo de menos las tardes de los viernes, en las que buscaba uno el cajero próximo cuando era un bien escaso, en que sacaba mil o dos mil pesetas, ofrecidas en billetes de quinientas, y con las que alcanzaba para cenar una hamburguesa con una cerveza, en aquellos tiempos en los que servían alcohol en ciertos establecimientos de este ramo. La “ruta de los vinos”, en la calle Buen Suceso, ofrecía caldo nacional, de más o menos calidad, a cinco duros -lo conocí bastante más económico- mientras preguntaba el dueño de “La Perla” ¿de qué quieres el pincho? y veíamos, con envidia, la clientela de la Taberna Gallega comiendo el pulpo que no alcazábamos a pagar.
Ahora, las pantallas tactiles, los euros, la rapidez de la operativa, son avances tecnológicos indudables que facilitan la vida, a la vez que la convierten en algo más impersonal. El pago con “plástico” no era la regla hace tres o cuatro décadas, mientras ahora se ha convertido en la excepción, especialmente en esta Europa próxima que nos rodea. Pedir venite duros al amigo de al lado para pagar la “espuela” o poder volver a casa, es propio de un tiempo pasado que, como siempre, no volverá nunca, lo que no resta a quien suscribe, mirar hacia atrás con algo más que un poco de nostalgia.