Imagina que tu vida es una novela. Aunque el símil no sea un alarde de originalidad, resulta más que pertinente en este caso, puesto que la facultad narrativa nos define como humanos. Lo narrativo es la forma natural de organizar nuestros pensamientos y creencias, nuestras ideas y convicciones. Tal y como afirma Óscar Vilarroya, el relato es la estructura mental que utilizamos las personas para explicar lo que nos sucede.
Adentrándonos en el paralelismo, creo que todo el mundo convendría conmigo que cada persona es la protagonista de la novela de su vida... o así debería ser. El personaje principal es, como su nombre indica, fundamental en la narración, puesto que lleva la acción y vertebra el relato. Pero hay otro sujeto, no menos crucial, que en ocasiones pasa más desapercibido de lo que debiera: el narrador.
El narrador es un personaje ficticio, una figura hecha de palabras, esa voz (nunca un vocablo fue tan preciso) creada por el autor para relatar lo que acontece y describir lo que percibe. Es el nexo de unión entre los sucesos y el receptor, y es necesario. Sucede que el narrador es consustancial al relato. No solo somos los narradores de la novela de nuestra existencia, sino que estamos condenados a ello.
Cada persona escribe la novela de su vida, lo quiera o no, pero esto no implica necesariamente que juegue el papel de narrador-protagonista. Aquí, narrador y personaje principal coinciden, hablando de nosotros mismos, contándonos lo que acontece (dentro y fuera), pero no destinándolo a un lector desconocido sino a nosotros.
No obstante, me encuentro con frecuencia individuos que son más bien narradores-testigo, esto es, personajes que observan los sucesos de sus vidas pero que apenas cuentan en ella porque no se sienten protagonistas. Perfectamente pueden haber cedido el papel principal de su existencia a otras figuras influyentes de su entorno: un esposo/a al que nos subyugamos, un familiar al que concedemos poder decidir sobre nosotros, incluso un trabajo al que prestamos demasiado esfuerzo y tiempo, quizá sin darnos cuenta. En definitiva, algo a lo que nos supeditamos y de lo que dependemos.
Me interesa recalcar esta dualidad propia de la literatura, porque en la vida real no suele ser tan reconocible, que yo soy la persona que actúa y lleva la acción (protagonista) pero que a la vez me cuento aquello que me sucede (narrador). Distinguir ambos sujetos tiene una implicación más que decisiva, y es el hecho de que podemos vernos en perspectiva. Podemos darnos cuenta de que no somos lo que pensamos ni hacemos, aunque efectivamente nuestros pensamientos y acciones partan de nosotros y formen parte nuestra. En una novela, el narrador genera el efecto de contarse la historia a sí mismo, como si se tratara de un yo desdoblado. Disponer de esa perspectiva, tomar esa distancia de nosotros mismos, es un hecho que facilita sobremanera poder observarnos, valorarnos y actuar en consecuencia.
Todos hemos una experiencia similar a la siguiente: Un buen día me levanto y me siento triste, o me encuentro nervioso; la emoción me embarga, tiñendo mis experiencias, sentimientos y pensamientos. Lo más habitual es que me deje llevar por dicho estado y aumente mi desánimo al dejarme llevar por su inercia. Lo que está ocurriendo en este momento es que no estoy distinguiendo entre narrador y personaje principal de mi relato. Estoy confundiéndolos, puesto que ambos se hayan fusionados en uno solo. Pero, ¿alguna vez han pensado en detenerse en ese preciso instante y observar qué es lo que realmente está sucediendo dentro de sí mismo?
Y esto marca una diferencia fundamental. Nos permite ser consciente de nosotros mismos, y a partir de este hecho, nace todo.