Revista Cine
El Caballo de Turín (A Torinói Ló, Hungría-Francia-Alemania-Suiza-EU, 2011), noveno -y supuestamente último- largometraje del cineasta húngaro favorito de los festivales Béla Tarr -aquí compartiendo créditos como codirector por tercera ocasión con Ágnes Hranitzky-, parte de un cuento de Laszlo Kraznahorkai que, a su vez, recoge una anécdota que no sé si sea cierta o no. En enero de 1889, el filósofo Friedrich Nietzsche se topó en una calle de Turín con una escena que le resultó insoportable: un hombre dándole de latigazos a un testarudo caballo que no quería avanzar. Según la leyenda, Nietzsche detuvo la golpiza abrazándose al cuello del caballo, llorando. Nietzsche fue llevado a su casa, dijo algunas palabras y cayó en un mutismo demente en el que murió, una década después.Esta anécdota es narrada al inicio del filme por una autoritaria voz en off que termina apuntando, con displicencia, que del caballo que provocó la locura de Nietzsche, "no sabemos nada". El Caballo de Turín cuenta esa historia. O, mejor dicho, la historia de sus dueños, un seco hombre maduro y barbado con su brazo derecho inmóvil (János Derzsi) y su hija todavía joven (Erika Bók), quienes (sobre)viven en una casucha en medio de la nada. Ohlsdorfer -así se identifica en los créditos el hombre- tiene como una posesión de cierta valía ese viejo caballo -una yegua, en realidad- que ya no quiere salir a trabajar, que ya no quiere comer, que ya no quiere tomar agua. No se trata de una maldición ni de una parabóla apocalíptica, por más que enloquecedor ulular de El Viento (Sjöström, 1928) sugiere una especie de castigo divino por algún pecado cometido por los insignificantes humanos, representados por los miserables padre e hija que vemos en pantalla.El rigor formal de Tarr con sus magníficos planos secuencia en exteriores y/o interiores -yo conté 30 tomas en toda la película, sin contar lo intertítulos; la más corta de ellas de 2'33''; la más larga de 7'19''- encaja a la perfección con lo que vemos en pantalla, incluso de una manera más orgánica que en su anterior filme, El Hombre de Londres (2007). La virtuosa cámara en blanco y negro de Fred Kelemen sigue en sus asfixiantes rutinas durante seis días a padre e hija: se levantan al alba, ella lo viste a él, se toman un trago de "palinka" para despertar, ella va por agua a un pozo que se encuentra a unos metros de la casa, comen una papa cocida con sal, ven el yermo paisaje castigado por el invencible viento sentados frente a la ventana, duermen y se despiertan y la rutina vuelve a iniciar. Apenas hablan padre e hija pero, ¿de qué podrían hablar? ¿De la yegua que ya no quiere salir a trabajar? ¿Del pozo que se seca misteriosamente de un día para el otro? ¿De la papa cruda que tienen que masticar en el desenlace porque ya ni agua tienen para cocerla? Las palabras del padre, al final, lo dicen todo: "ya trataremos mañana". Aunque mañana no sea otro día sino el mismo. O, incluso, peor.
El Caballo de Turín se exhibe hoy domingo en la Cineteca Nacional a las 15:15 y 20:15 horas.