Revista Espiritualidad

538 'Enviar una carta es una excelente manera de trasladarse a otra parte sin mover nada, salvo el corazón'

Por Ignacionovo

Autor: Petronio La historia me atrapó desde el primer momento: “Una carta de amor es entregada finalmente a su destinatario, cincuenta y tres años después de que fuera enviada.”
La misteriosa carta, que fue escrita en 1958 por una universitaria estadounidense y estaba dirigida a su novio de entonces, llegó a su destino hace tan solo unas semanas y después de cinco décadas de viaje. Una vez hallada tras unos viejos archivos, resultó una ardua tarea encontrar la forma de poder entregarla a su destinatario. "No te olvidaré nunca y te amo mil veces más de lo que piensas. Por favor, escríbeme muy pronto.", decía uno de sus fragmentos más apasionados.
El hecho de que esta carta nunca llegase a su destino, ¿conllevó que la historia de amor que contenía no llegase a fructificar? Pues no. En este caso al menos no fue así. A pesar de que la carta acabó, como queda dicho, cogiendo polvo tras los armarios, los dos protagonistas se casaron ese mismo año, tuvieron cuatro hijos, y luego, eso sí, se divorciaron ocho años después.
Uno de los protagonistas de esta historia no quiere saber nada de la carta y se ha molestado incluso porque se haya hecho pública. El otro se lo ha tomado mejor y solo ha mostrado sorpresa. Pero es curioso comprobar como lo que sentimos una vez, desgarradora y apasionadamente, pasado el tiempo se convierte en una simple inconveniencia o, como mal menor, en algo indiferente.
No somos capaces de aislar el dolor que provoca, por ejemplo, una separación tormentosa y resguardar los buenos momentos y la profundidad e intensidad de los sentimientos vividos junto a alguien, que deberían pesar más que el final de la relación y sus múltiples miserias. Preferimos borrar del todo lo que a pesar de habernos hecho vivir con emoción y felicidad, sucumbió al peso de los agravios, el desinterés o la desesperanza.
Esta carta nos recuerda, y todos nosotros tenemos algún recuerdo parecido, que una vez llegamos a amar con locura y que en aquél momento, y a pesar de lo que vino después, ese sentimiento fue real.
Podemos considerar los daños como irreparables; podemos establecer que jamás volveremos a sentir nada por quien una vez amamos, y nos defraudó; podemos mitigar la decepción evitando el contacto, por supuesto, pero también negando tan solo una rendija de cobijo en nuestra memoria al amor que experimentamos, pero ese amor, en ese instante, era nuestro y nos resultó imprescindible otorgarlo y recibirlo. Aislemos el dolor en la urna de las experiencias negativas, pero salvemos el recuerdo y el perfume de lo que una vez hubo... y se fue.
Reflexión final: hoy en día ya no hay rastro de papel. No hay cartas de amor extraviadas desde hace más de cincuenta años. ¿Esto es progreso?

 


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