Revista Cine
No soy un especialista en el cine del prolífico cineasta de culto Shion Sono y creo que nunca lo seré. Apenas he visto media docena de sus más o menos 30 películas -entre cortos, medio y largometrajes- y en todos los casos, a pesar de que he encontrado algo de interés en cada uno de esos filmes, también es cierto que con cada uno de ellos he terminado francamente decepcionado. Y, en algunos casos, hasta molesto.Así terminé, de hecho, después de ver Vamos a Jugar al Infierno (Jigoku de naze warui, Japón, 2013), su más reciente largometraje. Y creo que la molestia es mayor porque la película no está mal dirigida y su reparto, sin excepción, es más que competente en ese tono tan peculiar del cine de Sono que he visto: excesivo, desorbitado, a veces casi autoparódico. El guión, escrito por el propio cineasta, termina uniendo dos historias que se van desarrollando de forma paralela. Por un lado, tenemos los sueños de grandeza cinematografica que ha alimentado por una década el cineasta amateur Hirata (Hiroki Hasegawa, genuinamente irritante), con todo y sus dos cinefotógrafos guerrilleros de cabecera y su "futura" estrella, un tal "Bruce Lee" japonés; y, por el otro, el enfrentamiento mortal entre dos bandas de yakuzas, una dirigida por Ikegama (Shinichi Tsutsumi), y la otra por Muto (Jun Kunimara), cuya hija Mitsuko (formidable Fumi Nikaido), otrora estrella infantil de un pegajoso comercial de pasta de dientes, quiere convertirse en una gran actriz para cumplirle el sueño a su señora madre Shizue (Tomochika), quien está a punto de salir del frescobote después de escabecharse a varios yakuzas ellas solita con chico cuchillote cebollero. Así pues, llegado el momento, gracias a las absurdas -pero muy divertidas- coincidencias que se van sucediendo a lo largo del filme, en la última parte veremos a Hirata dirigir esa "masterpiece" que siempre ha soñado en la que las huestes de Ikegama y Muto se matarán de verdad y a la antigüitia -es decir, con katanas y toda la cosa- frente a las cámaras ¡de 35 mm!Hasta antes de llegar a la última media hora de la película en la que morirán -a excepción de uno- todos y cada uno de los personajes, sean decapitados, eviscerados, mascrados o con la cabeza convertida en alcancía, la película es una gozosa comedia cinefílica-mafiosa con citas claves de La Noche Americana (Truffaut, 1973), Cinema Paradiso (Tornatore, 1988) o las cintas de kungfú de Bruce Lee; con un avieso saqueo de música clásica en los momentos más (in)oportunos -el Sarabande de Handel, el Himno de la Alegría de la Novena Sinfonía de Beethoven-; y con un reparto sin tacha alguna que logra hacer hasta simpáticos la mayor parte de sus psicopáticos personajes, como ese chistosón pedófilo Ikegama, una suerte de Humbert Humbert mafioso, obsesionado por la niñita que fue Mitsuko. Por desgracia, Sono deja que todo se salga de madre en la última media hora, de tal manera que todo este muy disfrutable juego cinefílico termina transformado en un caótico baño de sangre subtarantinesco que ni siquiera llega a ser -brincos diera- provocador, enfermizo o nihilista. Nada de eso: puro relajo sanguinolento que termina con una dizque ingeniosa vuelta de tuerca en el que descubrimos que -oh, qué ingeniosidad- hemos estado viendo no más que una película. Sí, claro, eso es lo que vimos. Y una malograda, porque Shion Sono no sabe parar cuando debe de hacerlo.